En este primer año del sexenio de Enrique Peña Nieto, año del Pacto Por México y por considerarlo cercano a la realidad y, acaso, certero en su diagnóstico, transcribo, fielmente colaboración de Samuel Aguilar Solís, secretario de Acción  Electoral del CEN del PRI, publicada en El FINANCIERO,  en su edición del 11 del presente. Lo titula: Gobierno dividido. Entre la pluralidad y la parálisis. Coloca el epígrafe siguiente: “La calidad de la democracia se mide en gran parte por la calidad de la oposición. Gianfranco Pasquino”.

La democracia extendida en todo el orbe, independientemente de si está inmersa en un régimen parlamentario o presidencial, enfrenta grandes desafíos  inherentes a su propia dinámica: alternancia, formación de mayorías, papel de la oposición, pluralidad, división de poderes y gobiernos de mayoría, entre otros.

La división de poderes  propuesta por Montesquieu en el año de 11748 en el Espíritu de las leyes como “solución” a la práctica del despotismo al monopolizar en un solo ente las funciones del Estado consideradas necesarias para la protección del ciudadano, fundamentalmente las de otorgar  las leyes, ponerlas en práctica y la administración del aparato del gobierno con el objeto de resolver conflictos;  hoy nos presenta una de sus caras: la parálisis. (Visto de manera reciente en los Estados Unidos de América).

Para México esto no resulta ajeno ni mucho menos nuevo. El fenómeno de gobiernos divididos  presentó un alto costo para nuestro  país desde el año 1997 (Parece que está equivocado – se presentó, en  el sexenio de Carlos Salinas de Gortari. En sus dos legislaturas) y posteriormente en la primera legislatura federal, que es el año que cita), año en el que se presentó dicho fenómeno a nivel federal, pero que ya lo venía experimentando en las entidades federativas, desde 1989. (Como lo determinó la sociedad michoacana en ese año, con la LXV legislatura, la más equilibrada, hasta el momento).

Costo que nos llevó a una conclusión lastimosa para nuestro sistema político: Que la construcción de consensos, la formación de alianzas entre grupos parlamentarios, la cooperación entre partidos políticos para sacar adelante dictámenes y minutas era más que una regla, una excepción.

El fenómeno de gobiernos divididos puede definirse en un régimen de división de poderes en donde el partido que lleva  al presidente a ocupar el Ejecutivo no tiene control mayoritario en el congreso de la unión; y en su parte más simple de gobierno dividido es cuando se está ante un régimen bipartidista como en los Estados Unidos; más complejo en Latino América y sobre todo en México, ya que cultural, histórica, sociológica y geográficamente (hablando de ideologías de izquierda-derecha y centro), se presenta un multipartidismo).

Aspectos cruciales que tiene que ver con leyes, presupuestos, políticas, y sobre todo reformas estructurales necesarias para sacar  de la pobreza extrema a millones de mexicanos debido a factores externos e internos que obligan al Estado a actuar, se vieron frenados. La pregunta obligada es: ¿Lo anterior es atribuible al fenómeno de gobiernos divididos? ¿Podemos”culpar” al electorado que efectúan un voto diferenciado?   ¿Es contraproducente  a la democracia generar pesos y contrapesos en esta división de poderes?  ¿Las reformas electorales deben incidir para evitar este fenómeno a través de legislaciones que inhiban dicho fenómeno?

Para Arend Lipjhar el problema de  la parálisis que generan los gobiernos divididos tiene una causa: poco gobierno.

México padeció de 1997 a 2011 un inmovilismo producto de falta de gobierno; la convivencia en la pluralidad y l separación de poderes demandaba, entre otros aspectos, tolerancia,  e imaginación y por supuesto acuerdos y negociaciones: en una palabra: política.

El voto diferenciado, o de castigo, el predomino de los temas locales, partidarios o sectarios “montados” en una agenda nacional, son aspectos que dificultan la democracia, pero demandan entonces mayor política y mayor  gobierno.

Hoy  el Pacto Por México ha permitido avanzar en las reformas estructurales que el país requiere, y se  constituye como una alternativa a la problemática que genera la falta de una mayoría en el Congreso, o, en su caso, a una mayoría opuesta al partido del presidente de la república que propone el rumbo de los cambios con miras a alcanzar y una mayor democracia; pero éste, el  pacto, se constituye en un instrumento que no está destinado a perdurar de manera vitalicia.

Sin duda hoy es momento de recordar la cita de Pasquino al principio del presente artículo en su obra “La oposición en democracias contemporáneas” (1997, Argentina) y hacer un llamado a la oposición a mostrar lo que hace falta para hacer realidad las reformas que México  requiere para profundizar nuestra democracia: Calidad.