Cada vez que conocemos la noticia de un suicidio se nos agolpa en la cabeza una gran cantidad de preguntas. Las razones que llevan a una persona a poner fin a su vida pueden ser múltiples pero, desde nuestras ansias por vivir, puede que no lleguemos a encontrar ninguna válida e, incluso, razonable.

Aunque parezca algo extraño e infrecuente no lo es tanto ya que en España más de tres mil quinientas personas deciden acabar cada año con su vida. La razón por la que no somos conscientes de este dato es por el silencio de los medios de comunicación y, hasta hace poco, de los servicios sanitarios y sociales por el miedo al efecto de la imitación. Se cree que si se habla de este tema puede animar a otros a llevar a cabo tal acción y el número de suicidios se dispararía. No en vano se le llama la “muerte silenciada”.

A consecuencia de este temor, el tema se convierte o, mejor dicho, se sigue manteniendo como un tabú. Desde la cultura religiosa que hemos asumido hasta hace bien poco el suicidio estaba castigado. Los supervivientes de los intentos de suicidio eran estigmatizados y se les veía como la deshonra de la familia. Cuando el resultado era el esperado, a quien se señalaba con el dedo era a la familia a la cual se la culpabilizaba y responsabilizaba de tal “atrocidad”. En todos los casos la moral cristiana no permitía hablar sobre el tema ni daba la opción de reflexionar acerca de las causas para intentar combatir un nuevo intento por parte del superviviente o por parte de otro familiar.

Las notas de suicidio pueden ayudar a entender a las personas suicidas pero quienes quedan sufren igualmente la pérdida y, a veces, la estigmatización por parte de la sociedad.

No sólo desde la cultura cristiana sino que la mayoría de las religiones consideran el suicidio un acto de cobardía e ingratitud por el bien más preciado que tenemos, la vida. Por esta razón, las noticias sobre muertes de este tipo nos caen como jarros de agua fría. Nos cuesta entenderlo porque aún tenemos esta idea sobre lo intocable que es el milagro de la vida y empatizar con el suicida nos llega a dar un poco de miedo y congoja.

A menudo, creemos que quienes toman la decisión de acabar con su vida tienen una enfermedad mental grave porque de otro modo nadie podría hacerlo. Tradicionalmente consideramos que los suicidas son personas muy deprimidas que sienten que su vida no vale nada. Pero no siempre es así, existen múltiples causas, razones y situaciones por las que una persona decide acabar con su vida y tampoco tienen por qué ser enfermos mentales.

En algunas ocasiones pueden ser actos llevados a cabo durante el proceso de un brote psicótico, en medio de un delirio, como única salida al dolor o al miedo que está sufriendo en ese momento la persona al creer que algo terrible le iba a pasar.

Las drogas son otra de las causas. Un “mal viaje” al consumir una sustancia psicoactiva que produce alucinaciones puede llevar a que la persona se vea en peligro y trate de escapar causándose así su propia muerte.

Existen los casos en los que sólo se trata de hacer una llamada de atención. Provocar un intento de suicidio para captar la atención que no creen merecer es un medio bastante utilizado, especialmente, por algunas personas con trastornos mentales como, por ejemplo, los afectados por el trastorno límite de la personalidad. En estos casos, el problema es que el elevado número de intentos hace que se pierda la urgencia y que no se le conceda importancia a los avisos o puede que en un momento dado “se les vaya la mano” y ejecuten el suicidio realmente.

También oímos que se producen suicidios en masa como consecuencia de rituales sectarios o con motivo de la desesperación ante un desastre, normalmente social o económico. Este último, es el caso de las personas que se tiraron desde los rascacielos de Nueva York cuando estalló la Gran Depresión de 1929. En la actualidad el suicidio es algo recurrente como salida ante deudas de grandes sumas de dinero, como los derivados por tráfico de drogas, ludopatía, acuerdos con mafias, etc. La desesperación ante la incapacidad de resolver estos problemas puede terminar con el suicidio.

El duelo por un suicidio es de los más difíciles de asimilar por las dudas y el sentimiento de culpabilidad que deja en quienes sobreviven.

Pero, en la actualidad, no se necesita llegar a unas razones que, a veces, nos parecen de argumento de película. La actual crisis económica hace que en las personas que pierden su trabajo, su casa y aún siguen endeudados con los bancos, a causa de sus hipotecas, se instaure la indefensión aprendida en su cuerpo y en su cerebro. La sensación de que hagan lo que hagan no van a encontrar jamás una solución a esos problemas lleva a que se visualice la propia muerte como la única salida posible.

El suicidio se convierte en un mecanismo de defensa ante la propia desesperanza, el miedo al futuro, la inseguridad, la indefensión aprendida y la incapacidad de adaptarse al mundo en el que se vive y a las exigencias que la sociedad nos impone.