Uno de los mayores problemas de las sociedades actuales es la prisa. La prisa que delatamos en el rostro. La prisa que nos contagian. La prisa que contagiamos. Esa misma. Una prisa que es imposible de hacer invisible, o acaso disimularla. Un problema humano que genera nerviosismo, ansiedad y estrés. De hecho, el estrés, junto a la depresión, son las enfermedades del siglo actual. A lo largo de la historia, el ser humano ha sufrido terribles enfermedades, cada una en una época, en una circunstancia, en un entorno determinado. Con la evolución y el paso del tiempo, las enfermedades se han desarrollado también. La ‘modernidad’ ha traído consigo nuevas enfermedades que, no por nuevas, dejan de ser igual de preocupantes y peligrosas.

Hoy lo queremos todo pronto. Y, si es posible, ya. Nos hemos acostumbrado a conseguir todo rápidamente. El deseo llega, se consume y se esfuma. Hemos aprendido a tragar de todo a una velocidad pasmosa. Ya sea un momento mágico, un paisaje, una canción, una película, un beso, una noche de sexo, una charla, un libro o una cena inolvidable. Ahora todo pasa de una forma vertiginosa, casi sin darnos cuenta. No sabemos deleitarnos con nada. Y de las prisas, las malditas prisas, no salimos. No sabemos parar, mirar con detenimiento, con pausa, tomándonos el tiempo necesario, desarrollando todos los sentidos que necesitemos en ese instante, gozando del mínimo detalle. No queremos esperar. La pérdida de tiempo esta sobrevalorada.

“Tanta prisa tenemos por hacer,   escribir y dejar oír nuestra voz en el silencio de la eternidad, que olvidamos lo único realmente importante: vivir”

(Robert Louis Stevenson)

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La prisa nos genera un estado de nervios constante, nos hace estar pensando en lo que vendrá a continuación, sin margen a entender, asimilar y/o analizar lo que está ocurriendo ahora mismo. Parece que nos falte tiempo y, lo que ocurre realmente, es que no sabemos manejar nuestro tiempo. Algo totalmente diferente. Y nos llama la atención esa persona calmada, que se toma su tiempo, que parece no tener prisa, que utiliza su vida manejando sus tiempos, creyendo que le falta una velocidad, o que le falta ‘sangre’, cuando realmente lo que hace es vivir el momento, su momento. En lugar de fijarnos y aprender de ella, la criticamos.

Un momento, el que sea, ya puede ser rutinario o mágico, tenemos que saber interpretarlo. Para ello, no nos queda más remedio que concentrarnos. Dejar todo lo que estamos haciendo (pensar, meditar y planear), y enfocarnos en lo que precisa ese momento. A partir de ahí, el resto viene solo. Pero, lo mejor de todo, es que podremos llegar a saborearlo. Con prisas, será imposible. Ya dicen que son malas consejeras. La precipitación y la urgencia, son problemas derivados que no permitirán que actuemos en consecuencia. Lo sabemos. Pero no aprendemos. Todo tiene que ser ya. Todo tiene que aparecer y ser vivido ya. Y, tal como viene, se va. Y a por el siguiente. Somos devoradores de momentos, sin tiempo a ordenarlos, a clasificarlos y, casi, a recordarlos.

La sociedad de hoy es la de la incertidumbre. De la falta de estabilidad, de la inseguridad continua y de las prisas acumuladas. Del estrés continuo, que creemos que es natural, el que debemos aguantar porque es lo sobrevenido. O eso dicen. Estrés que manejamos desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Nos falta tiempo para todo, y todo pasa sin que nos demos cuenta. Un día vuela, la semana también, el mes ya se desvanece y los años pasan guiñando un ojo. No nos damos cuenta y estamos exhaustos, fatigados, agotados de estar en esa cinta que no se detiene, que va a toda velocidad, que no nos deja ni descansar. Hasta las vacaciones tienen que ser estresantes, ver cuántas más cosas mejor, visitar todo lo humanamente posible. No se puede perder ni un momento en una terraza tomando un café, observando a los peatones, perdiéndose en un mundo paralelo, que también es nuestro, al que tenemos abandonado, al que no dedicamos prácticamente ningún momento de ésos que evaporamos por arte de magia, con las malditas prisas .