Los atentados terroristas al principio de este año en París y en Copenhague a propósito de caricaturas consideradas como insultantes a Mahoma, atentados perpetrados por extremistas islámicos, han puesto sobre la mesa la libertad de expresión.

En Francia hay una verdadera obsesión, casi histeria, con la afirmación ilimitada de la libertad de expresión, legado sagrado, como dicen, del iluminismo y de la naturaleza laica del Estado. Es algo absoluto.

Contrariamente y con razón afirmó el obispo profético Don Pedro Casaldáliga: «nada hay absoluto en el mundo a no ser Dios y el hambre; todo lo demás es relativo y limitado». Extendiendo el teorema de Gödel más allá de la matemática, se puede afirmar la insuperable incomplección y limitación de todo lo que existe. ¿Por que debería ser diferente con la libertad de expresión? Esta no escapa a los límites que deben ser reconocidos, de lo contrario daríamos libre curso al vale todo y a las vendettas. La idea francesa de la libertad de expresión supone una tolerancia ilimitada: hay que tolerar todo. Afirmamos por el contrario: toda tolerancia tiene siempre un límite ético que impide el «vale todo» y la falta de respeto a los otros que corroe las relaciones personales y sociales.

Todo ejercicio de la libertad que implique ofender al otro, amenazar la vida de las personas y hasta de todo un ecosistema (deforestación indiscriminada) y violar lo que es considerado como sagrado, no debe tener lugar en una sociedad que se quiere mínimamente humana. Ahora bien, hay franceses (no todos) que quieren la libertad de expresión inmune a cualquier restricción. El resultado de esa pretensión ha sido tristemente constatado: si la libertad es total entonces debe valer para todos y en todas las circunstancias. Es lo que pensaron, ciertamente, (no yo) los terroristas que asesinaron a los caricaturistas de Charlie Hebdo y a otras personas en Copenhague. En nombre de esta misma libertad ilimitada. De poco vale alegar que existe el recurso a la ley. Pero el mal una vez hecho no siempre es reparable y deja marcas indelebles.

La libertad sin límite es absurda y no hay como defenderla filosóficamente. Para contrapesar las exageraciones de la libertad solemos oír la frase, tenida casi como un principio: «mi libertad termina donde empieza la tuya».

Nunca vi a nadie cuestionar esta afirmación, pero tenemos que hacerlo. Pensando en los presupuestos subyacentes debemos someterla a una crítica más atenta. Se trata de la típica libertad del liberalismo como filosofía política.

Expliquémoslo mejor: con el derrumbe del socialismo realmente existente, como lo reconoció en cierta ocasión el papa Juan Pablo II, se perdieron algunas virtudes que aquel, bien o mal, había suscitado: el sentido del internacionalismo, la importancia de la solidaridad y la prevalencia de lo social sobre lo individual.

Con la llegada al poder de Thatcher y Reagan volvieron con toda la fuerza los ideales liberales y la cultura capitalista sin el contrapunto socialista: la exaltación del individuo, la supremacía de la propiedad privada, la democracia solo delegataria, y por eso reducida, y la libertad de los mercados. Las consecuencias son visibles: actualmente hay mucha menos solidaridad internacional y preocupación por los cambios en pro de los pobres del mundo. Predomina la competición perversa y la falta de solidaridad que elimina a los débiles.

Con este telón de fondo debe ser entendida la frase «mi libertad termina donde empieza la tuya». Se trata de una comprensión individualista, del yo solo, separado de la sociedad. Es el deseo de verse libre del otro y no de ejercer la libertad con el otro.

Se piensa: para que tu libertad empiece, la mía tiene que acabar. O para que tú comiences a ser libre, yo debo dejar de serlo. Consecuentemente, si la libertad del otro no comienza por cualquier razón, entonces eso significa que la libertad no conoce límites, se expande como quiere porque no encuentra límites en la libertad del otro. Ocupa todos los espacios e inaugura el imperio del egoísmo. La libertad del otro se transforma en libertad contra el otro.

Esa comprensión subyace al concepto vigente de soberanía territorial de los estados nacionales. Hasta los límites de otro estado, es absoluta. Más allá de esos límites, desaparece. La consecuencia es que la solidaridad ya no tiene lugar. No se promueve el diálogo, la negociación, buscando convergencias y el bien común supranacional, como se ha podido comprobar claramente en los distintos Encuentros de la ONU sobre el calentamiento global. Nadie quiere renunciar a nada. Por eso no se llega a ningún consenso, mientras el calentamiento global sube día a día.

Cuando hay un conflicto entre dos países normalmente se usa el camino diplomático del diálogo. Frustrado este, se piensa en la utilización de la fuerza como medio para resolver el conflicto. La soberanía de uno aplasta la soberanía del otro.

Últimamente, dada la destructividad de la guerra, ha surgido la teoría del gana-gana para superar el gana-pierde. Se establece el diálogo. Todos se muestran flexibles y dispuestos a concesiones y ajustes. Todos salen ganando, manteniendo la libertad y la soberanía de cada país.

Por eso, la frase correcta es esta: mi libertad solamente comienza cuando comienza también la tuya. Es el legado perenne dejado por Paulo Freire: jamás seremos libres solos; sólo seremos libres juntos. Mi libertad crece en la medida en que crece también la tuya y conjuntamente gestamos una sociedad de ciudadanos libres y libertos.

Detrás de esta comprensión está la idea de que nadie es una isla. Somos seres de convivencia. Todos somos puentes que nos ligan unos a otros. Por eso nadie es sin los otros y libre de los otros. Todos estamos llamados a ser libres con los otros y para los otros. Como bien dejó escrito Che Guevara en su Diario: «solamente seré verdaderamente libre cuando el último hombre haya conquistado también su libertad».