Desde hace tiempo, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, la eutanasia o muerte asistida, ha sido tema recurrente en congresos, simposios, foros y sobre todo en densos ensayos escritos por expertos, y otros no tan expertos, de las áreas de la Medicina, Leyes, Sociología, Religión etc.
Tema conflictivo, el asunto se presta para que cada persona exponga con mayor o menor sustento su personal opinión. El problema no es el debatir, ni el hecho de sustentar opiniones antagónicas, sino que el opinante sepa de qué está hablando. Evidentemente tratándose de un tema que involucra diversas áreas es deseable que los participantes en la discusión tengan una sólida formación en el tema, que estén bien informados, conozcan las alternativas viables y no viables y demás vericuetos que en la discusión se irán dando.
Todas las personas que opinan son respetables, pero no todas las opiniones gozan de respeto, por lo tanto es imperativo que una discusión de este tipo sea llevada con seriedad y con la mayor cantidad de datos para enriquecer el nivel del debate.
Partiendo de la base de que vivimos en un estado laico, donde la iglesia, cualquiera que esta sea, no tiene injerencia de los aspectos legales de la República y aceptando también que existe una gran cantidad de ciudadanos agnósticos y otros definitivamente ateos, a los cuales poco o nada les interesa la opinión de cualquier ministro del rito que sea, es como debemos analizar el espinoso tema de la eutanasia.
Evidentemente una situación como esta no se debe legislar “al vapor” ni obedeciendo a situaciones coyunturales, deben integrarse mesas de trabajo con Médicos, Abogados y Psicólogos. Pueden agregarse sociólogos, historiadores y algún otro representante de las Humanidades, pero definitivamente, quien no debe estar en una discusión de este tipo es un sacerdote del rito católico, ¿por qué?, sencillo, ellos obedecen a una serie de dogmas y reglas que no admiten alegato alguno, para ellos esos dogmas son verdades absolutas, no sujetas a juicio alguno. Su posición es única, previsible e inamovible, y por lo tanto la posibilidad de acuerdos con el rito católico sencillamente no existe.
Debe entenderse que no se trata de un verdadero suicidio asistido, que de ninguna manera se dejaría la decisión en un acto de eutanasia a la pura voluntad del paciente, pues es mas que sabido que en una depresión mayor, originada por lo que sea, el impulso suicida del paciente es grande. Tampoco sería por la simple voluntad de un solo médico, así sea un especialista altamente calificado, mucho menos si se trata de un medico general de discutible capacidad académica y mortecino curriculum. Una decisión de este calibre debe ser tomada por un comité adecuado y sólidamente fundamentada.
Se trata de legislar para casos de paciente terminales, con daños irreversibles en diversos niveles, con dolores ya intratables mediante al arsenal terapéutico habitual. Pacientes que, con plena conciencia de su situación, debidamente informados de su padecimiento y ya con nulas alternativas de tratamiento útil, decidan que la vida que les queda, de semanas o meses, ya no tiene una calidad aceptable para ellos. Hay que involucrarse con la familia del paciente y preguntarnos si en realidad tiene alguna utilidad el sacrificio físico del paciente, la agresión emocional a los familiares, el uso de complejos, costosos y para colmo escasos recursos para un paciente que fatalmente morirá, independientemente del mesianismo terapéutico de su medico. Mucho peor en el caso de la medicina privada, donde un paciente de estas características invariablemente mandará a la ruina a casi cualquier economía familiar.
Un paciente con un cáncer en etapa terminal, con siembras a todos lados, pulmones, hígado, huesos, consumido, esquelético, sin control de esfínteres, ya con un dolor intratable y que para colmo está plenamente consciente de su situación, debe poder escoger, por elemental humanidad, la posibilidad de acortar su dolorosa agonía en el momento que el lo desee. Sostener lo contrario, exigir que se prolongue el sufrimiento por días o semanas, sin esperanza alguna, muestra una crueldad y un desprecio absoluto a la dignidad del paciente. Solamente una mentalidad tipo Torquemada, que aceptaba las peores torturas con tal de que se salvara el alma del desdichado es capaz de sostener esto.
El tema es apasionante y debe abordarse con detenimiento, seriedad y sobre todo, conocimiento de lo que se discute.