En nuestro país, el pasado 2 de noviembre, se festejó como fiesta nacional la celebración de nuestros difuntos; parece ser propicio realizar breve reflexión sobre el drama de la muerte.

Se ha dicho que la muerte tiene dos funciones, una pedagógica y otra mistagógica (misteriosa). Las dos funciones no se contraponen, sino se complementan; si bien la primera es más propia de la filosofía, la segunda es más peculiar de la teología. La función pedagógica nos enseña cómo vivir sabiamente durante nuestra peregrinación en este mundo; la función mistagógica, en cambio, nos descubre la relación entre el aquí y el ahora y el más allá, y de éste trata de develarnos el misterio que trasciende el tiempo: la otra vida.

El hombre es un ser peregrino, viajero de paso en este mundo, homo viator, que descubre desde sus primeros pasos que la muerte está en el camino. De ella no se puede prescindir si se quiere darle sentido a la vida, ya que la vida tiene sentido si la muerte tiene sentido. El hombre puede convertir a la muerte en un tabú, ignorando su condición mortal y esforzándose por relegar su presencia sutil. Sin embargo, la presencia de la muerte, como una sombra, es ineludible. Para esquivarla no hay vereda, ni atajo, ni desviación. Esta posición, empero, no es sensata, porque niega la realidad. San Agustín decía que en la vida todo es incierto, que solo la muerte es cierta, aunque la hora en que acontezca sea incierta.

La actitud más sana, por consiguiente, es procurar adquirir la sabiduría que la serena reflexión sobre la muerte nos proporciona; tomando conciencia de ella y rompiendo la conspiración del silencio que existe sobre su realidad. UN salmo – (90,12) “implora enseñarnos a contar nuestros días para que entre la sabiduría en nuestro corazón”. En efecto, la precariedad de la vida nos enseña a aceptar nuestra finitud, a apreciar nuestra condición itinerante, a relativizar la mera acumulación de bienes materiales, a descalificar el solo afán de lucro, a disfrutar el momento presente, a deponer el egoísmo, a abrirnos al amor de los demás. En suma, a aprender a vivir de modo más auténtico, a encargarnos responsablemente de nuestra vida.

La muerte suscita un cúmulo de preguntas sobre el hacer y el quehacer del hombre y nos conduce a sacar las consecuencias de nuestra radical contingencia: la vida es frágil: es como una luz que lentamente se debilita y a la postre se apaga; es como un cántaro que se quiebra en la fuente; es como una polea que se rompe y deja caer el balde al fondo del pozo. Al llegar al otoño de la vida y mucho más en el invierno, las hojas se desprenden de los árboles. Entonces, ¿Por qué se nace? ¿Por qué se muere? ¿Con la muerte se extingue completamente la vida? Esta última interrogante corresponde a la función mistagógica de la muerte.

Karl Jaspers cataloga a la muerte entre las situaciones límites que nos ayudan a profundizar la existencia y nos acercan a la trascendencia. La muerte es como un crisol de valores. Ella nos ayuda a discernir entre el oro y el oropel. Ante la muerte se arrojan las máscaras, lo postizo y lo falso. Ante la muerte los valores sólidos se consolidan; los efímeros se evaporan como la escoria ante el fuego del crisol.

La muerte es también amiga y enemiga. Se le compara con el sparring del boxeo: Es enemiga porque nos golpea y nos pone a prueba, pero es amiga porque nos entrena para triunfar. Cabe la pregunta: ¿Además de su poder aniquilador posee la muerte una potencia vivificante, una semilla de eternidad? ¿Es la muerte un puente que termina en el vacío? Esa es la idea de los versos de Gustavo Adolfo Bécquer…”gigante ola que el viento, / riza y empuja en el mar; / y rueda y pasa, y no sabe, / qué playa buscando va”. (Tomada de EL FINANCIERO-26 DE OCTUBRE DE 2012).