Hace 67 años que fue signado el Tratado de Roma, el embrión que daría paso a lo que hoy conocemos como la Unión Europea (UE) y que aglutina a un conglomerado de 440 millones de habitantes. Surgió como una necesidad de mantener a una Europa cohesionada y en paz.

          Y aunque nunca ha dejado atrás del todo los rancios nacionalismos (e ideologías separatistas) los últimos años  han sido especialmente difíciles porque el Estado de Bienestar prometido va desmontándose ladrillo por ladrillo  y ya no basta con ser un mercado tan grande y con tener tantas facilidades arancelarias y de movimiento entre las personas si los salarios son tan precarios y los trabajos tan inestables.

          De lo mismo que se queja un trabajador en España es exactamente de lo mismo que denuncia uno en Italia y que otro  trabajador en Alemania. Ese descontento lleva tiempo traduciéndose, además, en una  pérdida de competitividad y de productividad que, al final, impacta en el mercado y en la competencia. Que 1.3 millones de personas falten a su trabajo cada día en España son ausencias que están dejando un negativo impacto económico y que Volkswagen, la otrora columna vertebral del sector automotriz alemán, pretenda cerrar fábricas en Alemania tampoco es para dejarlo pasar sin analizar porqué el gobierno del canciller Olaf Scholz está a punto de caer.

          Nunca nadie nos dijo que esta Era sería fácil (ni tampoco nos aseguró que sería pacífica) la realidad es que los ciclos históricos de transiciones económicas de un estado a otro, de un modo de producción a otro, no han sido ni fáciles,  ni  pacíficos.

          A esta madura UE le toca atravesar la Cuarta Revolución Industrial  con todos los estragos que va dejando a su paso como la desaparición de sectores   y de actividades productivas; y el desplazamiento de la mano de obra alguna inclusive queda definitivamente fuera del mercado. Y, eso tiene, sus connotaciones socioeconómicas y, por supuesto, impacta en la psique-política de las personas a la hora de elegir un candidato  y votar por él.

          Hay  una maravillosa película de Bernardo Bertolucci, titulada “Novecento”, que retrata el impacto de la Primera Revolución Industrial en Italia   con la introducción de las primeras máquinas en el campo  y que terminaron desplazando a cientos de jornaleros que quedaron a merced de la miseria y el desempleo. Ese período marcó además el final del feudalismo italiano y dio paso a sendos movimientos sociales y políticos: entre los campesinos esa resistencia motivó que el comunismo fuese su última guarida bajo la proclama del campo para los campesinos mientras los nuevos capitalistas, en defensa de sus propiedades y derechos mercantiles, se cobijaron bajo ideologías extremistas y así emergió el fascismo y sus camisas negras.  La guerra estaría a la vuelta de la esquina unas cuantas décadas después.

A COLACIÓN

          La Europa actual está sumida en esa vorágine de cambios, transformaciones, muerte de lo viejo y surgimiento de lo nuevo… pero no todos son capaces de subirse a esa locomotora digital. Y, encima, este gran elefante blanco llamado UE lleva largos años perdiendo productividad y competitividad y siendo devorado por China.

          El termómetro social lo dice todo de este momento: a los jóvenes les falta un buen trabajo que sea estable, bien remunerado y acceso a una vivienda digna; a los adultos después de los 55 años, un trabajo (el que sea) y una pensión que no implique vivir una vejez precaria.  ¿Alguien los escucha? NO. La respuesta en la UE no es la de proveer mecanismos para aprovechar ese cúmulo de mano de obra, de inteligencia, de capacitación y de ganas de trabajar.

          La respuesta que se da viene en forma de ayudas, subsidios y paguitas tapaparches que han ido creando una generación de zánganos improductivos. En la UE, no se trabaja, se va a servicios sociales a pedir una ayuda. La ministra de Trabajo en España está más ocupada en ver cómo los trabajadores laboran menos días, sin perder ni un solo céntimo de ingresos, que en mirar los indicadores sobre la competitividad y productividad.

          Así va creándose una masa de trabajadores precarios, de todas las edades, cuyo descontento, ira, frustración y hasta odio por los políticos que los gobiernan, termina por radicalizarlos. Si en Italia, surgió el fascismo como respuesta el siglo pasado, en esta convulsa UE, lo que germina como flores de girasol en primavera son los populismos radicales.

          Ahora mismo hay un choque fortísimo entre los populismos de ultraizquierda y los de ultraderecha que en unas décadas podría terminar destruyendo  a la UE y desatando otra guerra.

          Por eso es que, la vuelta de Trump a la Casa Blanca, es la peor noticia para la UE. Han pasado 72 horas de su victoria y la ultraderecha europea se prepara para hacerse más fuerte porque el discurso trumpista la envalentona.

          Y va a nutrirse de esa gente que lo está pasando mal; del que no llega  a fin de mes; del que trabaja en dos turnos y no le alcanza para pagar un alquiler de una vivienda y debe resignarse con alquilar una habitación; del joven que tiene una mejor preparación académica que sus abuelos y que sus padres y que, sin embargo, vive peor, que todos ellos.

          Ayer, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, dio un sentido discurso ante los líderes europeos llamándoles a que la UE tome las riendas de su destino en sus manos sin depender de Estados Unidos o de China y de asumir un rol geopolítico.  Habló sí de defensa y de seguridad, pero no habló de economía, no de productividad, no de competitividad, no de aprovechar  a esa gente formada en las universidades que ante la situación del mercado laboral deben resignarse con trabajar como camareros.  No habló de pagarle mejor a la gente, ni de que puedan vivir una vida plena… la gente con hambre, con miedo y con incertidumbre  termina vendiéndole su alma al Diablo y Macron solo habla de seguridad y defensa.