Tenemos muchos deberes por hacer mientras danzamos por los espacios del camino. Para empezar son inaceptables tantas pérdidas de vidas. Las muertes de migrantes en el mar o en la tierra son de una crueldad tremenda. La migración que debería ser una ventana a la esperanza, se convierte en una travesía a los infiernos. Para ellos, los derechos humanos no existen nada más que en el papel. Sabemos que la cifra de desplazados en el mundo superó los 33,3 millones de personas el año pasado, según datos recientes de la Agencia de la ONU para los Refugiados, lo que representa un incremento de 4,5 millones respecto del año anterior. Desde luego, la movilidad humana es algo innato con la especie, de ahí la importancia de aceptar lo que es una hecho inevitable y, en consecuencia, haríamos bien en hacer del planeta un verdadero hogar global para todos. Aparte, sería bueno considerar a la especie como una familia de vidas en movimiento, avivando esta aceptación, con la destrucción de tantas fronteras inútiles.
Otra de las obligaciones pendientes en este majestuoso orbe, donde todo parece efímero y no lo es, sobre todo si lo viéramos en su conjunto como especie, parte de una necesidad de abordar la violencia por razones de género en las instituciones educativas, priorizando una educación inclusiva, sustentada en el respeto a la diversidad cultural. El poder que tiene la educación para transformar la vida de las personas resulta alentador, principalmente para promover sociedades sanas, pensantes, y, así, poder alejarnos de esta mediocridad que nos circunda como borregos. Por desgracia para toda la humanidad, nos consta que, en estos momentos, el progreso general en la consecución de la educación para todos se está estancando. Millones de vidas humanas ven sus derechos incumplidos, mientras los moradores del mundo permanecen impasibles en la lucha contra tantas desigualdades injustas, la de la enseñanza también. Resultaría fácil acabar con la crisis del aprendizaje, si todos los países, ricos y pobres, velaran para que todos los niños puedan tener acceso a un docente bien capacitado y mejor motivado.
Luego está también el problema del deterioro ambiental. Continúa la pérdida de biodiversidad. La desertificación avanza a pasos agigantados cobrándose cada vez más tierras fértiles, en tanto que la contaminación del aire, el agua y los mares, siguen privando a millones de seres humanos de una vida digna. Ciertamente, somos una generación de irresponsables, con mucha palabrería y pocas franquezas. Ahora sabemos que la mina accidentada en Turquía empleaba a menores y, además, exigía extenuantes jornadas de trabajo. Pura esclavitud. Las consecuencias de este trágico incidente han de tener repercusiones en sus dirigentes. De lo contrario, los pobres del mundo seguirán perdiendo la expectativa en sus representantes que no hacen más que promesas vanas. Indudablemente, este tipo de actitudes son nefatas para los sistemas democráticos. Cuando se pierde la confianza en las instituciones corremos el riesgo de ir todos a la deriva, incluido el propio mundo altanero, rico y derrochador, insensible con el resto de los humanos.
Pienso, por tanto, que ha llegado el momento de tomar conciencia de estas situaciones y de dar solución a tantos compromisos quebrantados. Siempre resulta saludable recapacitar, hacer una pausa sobre el acoso de la mundanidad, meditar sobre tantos desórdenes, reflexionar serenamente cuando menos para poder despertar y levantarse. Dicho lo cual, se me ocurre evocar el mensaje de Buda, ya que estamos en el mes de mayo, celebrado hace apenas unos días: el Vesak (13 de mayo), uno de los momentos más sagrados para millones de budistas de todo el mundo. Un tiempo esencialmente propicio para abrir el corazón y abrazarse a todos los miembros de la familia humana, fundamentalmente a los más necesitados. Estoy seguro que estas enseñanzas intemporales nos pueden servir a todos, ante la necesidad de líderes de acción y de verdad, y no de palabras vacías, al menos como referente para trabajar colectivamente por un planeta más humanizado. Esto significa que debemos construir nuestra misma existencia sobre la roca del amor; porque realmente es ese AMOR (con mayúsculas) la única cima que puede darnos seguridad y aliento para ir adelante en la vida.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
[email protected]
14 de mayo de 2014.-