Cuando nos enfrentamos a la pregunta de qué es lo que nos distingue a las personas del resto de los animales, orgullosamente acudimos a argumentos del tipo “somos seres racionales” o “tenemos la capacidad de la lógica”, desdeñando aquello que conocemos como instinto o intuición. Sin embargo, es esta capacidad intuitiva la que nos ha permitido sobrevivir como especie en los momentos tempranos de nuestra historia evolutiva.

Cuando aprendimos a atarnos los zapatos, teníamos que pensar muy seriamente en las etapas de tal proceso (…) Ahora que hemos atado tantos zapatos a lo largo de nuestra vida, ese conocimiento está interiorizado; ya no necesita de nuestra atención consciente.

“Piénsalo bien, no te precipites”, “No decidas en caliente, reflexiona”, “Pian, pianito”… ¿Cuántas veces en nuestra vida hemos podido escuchar este tipo de expresiones? ¿Realmente las decisiones que tomamos tras una profunda reflexión son necesariamente más eficientes que si seguimos “lo que nos dicen las tripas”? Pues la respuesta parece ser un claro NO. Se estima que aproximadamente un 99,99% de las decisiones que tomamos a lo largo de nuestra vida (y de nuestra historia evolutiva) son tomadas con base a nuestros instintos o a la intuición.

Cuando nos enfrentamos a la pregunta de qué es lo que nos distingue a las personas del resto de los animales, orgullosamente acudimos a argumentos del tipo “somos seres racionales” o “tenemos la capacidad de la lógica”, desdeñando aquello que conocemos como instinto o intuición. Sin embargo, es esta capacidad intuitiva la que nos ha permitido sobrevivir como especie -de una forma bastante eficiente, por cierto-, en los momentos tempranos de nuestra historia evolutiva. Mucho antes de tener la capacidad del lenguaje o siquiera de saber cómo frotar dos palitos para hacer fuego, esta capacidad intuitiva nos advertía si podíamos confiar en el individuo que teníamos delante, si era un buen día para salir de caza o si la presencia de algún animal en nuestro territorio podía ser objeto de preocupación.

Tal es así que, hoy en día, aun cuando hemos cambiado las cuevas y la selva por el hormigón y la jungla de asfalto, tenemos acceso a los más grandes e interactivos bancos de información, y hemos dedicado gran cantidad de esfuerzos y recursos por optimizar los procesos de resolución de problemas para tomar las decisiones más acertadas… todavía conservamos esta capacidad tan básica como eficiente.

 

La intuición puede definirse como un tipo de pensamiento casi instantáneo, heredado de nuestros antepasados más primitivos, soportado por una compleja red neuronal configurada por todas nuestras experiencias vitales, de tal forma que es capaz de dar respuestas acertadas e instantáneas a gran parte de los problemas que se presentan.

Intuición no es lo opuesto a racionalidad. Cuando hablamos de intuición no nos estamos refiriendo a una capacidad innatamente eficaz e infalible. Aunque depende en gran medida de ciertas cuestiones genéticas, nuestro “sistema intuitivo” está esculpido con base en nuestras experiencias y aprendizajes, haciéndose más eficiente cuanto más recurrimos a ella.

Pensemos, por ejemplo, en un jugador de ajedrez novato. El ajedrecista principiante aprende un valor numérico para cada tipo de pieza, independientemente de su posición, y la regla: “cambiar siempre que el valor total de piezas capturadas es mayor que el valor de las piezas perdidas”. También aprende que cuando no hay cambios ventajosos debe procurar controlar el centro, y se le da una regla que define los cuadrados del centro y otra para calcular la extensión del control. En general, los principiantes son jugadores extremadamente lentos, ya que tratan de recordar todas estas reglas y sus prioridades. Por otro lado, el ajedrecista experto, clasificado como maestro o gran maestro internacional, salvo raras excepciones, intuye claramente la situación y la mejor jugada. Los ajedrecistas sobresalientes pueden jugar a razón de 5-10 segundos por movimiento e incluso más rápido, sin una disminución seria de su rendimiento. A esta velocidad deben depender casi por completo de la intuición, y casi nada del análisis y de la comparación de alternativas. Para esta actuación experta, la cantidad de clases de situaciones vividas, estructuradas sobre la base de la experiencia, debe ser enorme. Se ha estimado que un maestro ajedrecista puede distinguir unos 50,000 tipos de posiciones.

Este ejemplo aparentemente distante del común de los mortales puede ser extrapolado a otras situaciones tan cotidianas como es el manejo de un auto. Todos podemos entender las diferencias en el manejo entre un novato-racionalizador y un experto chofer-intuitivo.

Aterrizando en la labor que nos ocupa, cuando nos enfrentamos a un problema matemático, sólo podemos comenzar a realizar operaciones una vez que comprendemos cómo debemos llegar a la solución, es decir, cuando llegamos a una comprensión clara e intuitiva del mismo. En el trabajo de analistas de investigación cualitativa, es más de lo mismo. Nos servimos de una materia prima tan valiosa como son los insights, entendidos como esas “verdades ocultas, profundas y no obvias”. Un insight supone el ¡eureka! Es el punto de partida de cualquier labor de análisis.

Sin embargo, un insight sin experiencia es como un jardín sin flores. Es el valor agregado que le otorga la experiencia y el acervo de conocimiento de un equipo de personas lo que permite discernir entre una labor de investigación al uso y una consultoría.

Nuestra amplia experiencia en el trabajo con diferentes clientes, targets y productos cincela nuestra capacidad intuitiva. Igual que ese doctor que con sólo ver el color de tu cara ya sospecha de qué puedes estar enfermo, sin necesidad de encargar más pruebas clínicas, consideramos que el conocimiento que llevamos acumulado resulta nuestro activo más valioso. La confianza en nuestra intuición para el descubrimiento de los insights clave en cada proyecto es el punto de partida de nuestra labor de consultoría. En muchas ocasiones, al igual que el doctor que mencionábamos, podemos prescindir de la producción de nueva información, agilizando el proceso y volviéndolo más eficiente en cuanto a resultados, tiempo y costos.

Así pues, complementando la extendida noción de que la información es el “nuevo petróleo” del siglo XXI, en LEXIA consideramos que la mayor riqueza residirá en la capacidad de alimentar nuestra capacidad intuitiva y nuestro instinto -con conocimiento y experiencia- a la hora de olfatear los problemas y ofrecer soluciones.

Y tú ¿qué piensas –perdón- intuyes de todo esto?