Cada año, al despertar la primavera, parece que el alma nos llama a la poesía. Necesitamos expresar desde lo hondo de nosotros mismos, el abecedario que brota de lo invisible, la expresión más profunda de lo que somos, los sentimientos más íntimos que deseamos y buscamos con develo. Es un tiempo de sueños, que son como flores abiertas a la vida, de aspiraciones que nos llevan a la cumbre de los deseos, de resplandor que nos transciende a paraísos olvidados y que proclama expresamente la liturgia del espíritu de la bondad. En el perenne gozo de la enigmática belleza anida la autenticidad, de la que estamos hambrientos, andamos demasiado afanados por llegar a otras cúspides que nada tienen que ver con el encuentro hacia el semejante. Hemos llegado a un clima de arrogancia que resulta realmente arduo abrazar lenguajes del corazón. Por consiguiente, la decisión de la UNESCO de proclamar el día mundial de la poesía (21 de marzo) y de avivar lo poético como expresión profunda del espíritu humano, cuestiones adoptadas durante la treinta reunión celebrada en París en 1999, nos anima a pensar en la lírica como herramienta de unión y acercamiento.
Ciertamente, en la poesía están todas las emociones, todas las identidades creativas y todos los cánticos liberadores. Hay que volver a ella para hallarse consigo mismo y aproximarse a lo absoluto, para reencontrar la paz malgastada y borrar de la memoria amores que no son. Cada verso forma parte de nuestras vidas, que vivimos en relación, y es este espíritu de comunión el que nos engrandece como personas. No debemos olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un plática serena y una poética efectiva, como la amistad sincera. Las formas pueden cambiar pero el impulso de la conciencia ahí está, para imprimirnos la fuerza necesaria de un ser de bien. La ciudadanía no puede permanecer por mucho tiempo en una tensión permanente, precisamos de otros cultivos que nos permitan expresarnos de manera tan melódica como racional. Es hora de que aprendamos a mirarnos por dentro y a contemplar lo que nos circunda para entender nuestra particular vocación mística.
Hemos destrozado tantos poemas, que hasta el amor de ocuparse y preocuparse por el semejante, ha dejado de existir en nuestro caminar. Esto pasa por ser pésimos amantes del verso. A lo sumo somos adictos a la palabra fácil. Sea como fuere, cada vez más, nos movemos inseguros y con una carga de egoísmo que nos desgarra interiormente, hasta volvernos irreconocibles en la poesía que somos. Apenas los latidos nos conmueven, en parte porque el mismo ser humano se transforma en mercancía. Por desgracia, nos hemos degradado tanto que la esencia interior de la persona no se valora. En consecuencia, la poesía es más que nunca una exigencia, sobre todo para reivindicar derechos humanos disipados, así como para dar voz a sentimientos arrinconados y restaurar dignidades del aluvión de violencias y violaciones que sufren buena parte de la humanidad. Efectivamente, no hay otra manera de embellecer al mundo que cultivar la diversidad cultural a través del hondo lenguaje de la poesía del deber, esa musa que nos despierta y nos insta a tomar espíritu del camino que tenemos que recorrer.
Si en verdad queremos sobrevivir tenemos que retornar a nuestra personal interioridad y a poner en valor fundamentos de vida. A la poesía hay que reconocerle su efecto socializador, su carácter persuasivo y único. Convive con cada uno. Forma parte de nuestra existencia. Lo decía Bécquer, “podrá no haber poetas pero siempre habrá poesía”. Obviamente, los intentos del ser humano por comprender el origen de los dioses y, en ellos, del cosmos encontraron su primera locución en la poética. En todas las artes, por otra parte, aparecen versos irrepetibles, mediante expresión pictórica, musical, danza o teatro; lo que conlleva a tener vigencia el dicho de que “no hay arte sin poesía”. Bajo este contexto, es muy instructivo observar lo importante que es incorporar la lírica como elemento universalizado culturalmente. A veces, de manera sorprendente, sin tener que decir, lo decimos todo con una mirada que, por sí misma, ya es una voz. Indudablemente, es la mejor compañía a nuestro silencio. No hay que decir nada y todo queda dicho.
Por ello, el encanto del verso perdura con el tiempo y en todos los continentes. Parece frágil y es un fruto que nos sacia de todos los vacíos. Es la llave maestra de los corazones. Su construcción rítmica de las palabras, su capacidad de síntesis, su horizonte abierto, nos hace profundizar en la complejidad del orbe y en las estéticas creativas del arte más natural. Evidentemente, el templo de la poesía huye de la indiferencia, y marca otras esperanzas más sublimes, a partir de la fascinante idea contemplativa de la meditación. Con razón, en el poema hallamos nuestra privativa experiencia difícilmente traducida de otra manera. Y es a partir de esta diversidad de sensaciones plasmadas, cómo podemos descubrir otras maneras de entenderse y otros modos de describir situaciones que todos, y cada uno de nosotros, vivimos con los mismos interrogantes e idénticas respuestas. Estoy convencido que su resonancia versátil ayuda a ver las cosas con otro tacto, o sea con otra visión mucho más estética, de conocimiento y descubrimiento del prójimo. Extraordinaria vía para la paz, porque si la poesía es una función de talento, también es una aptitud que determina una vocación interior.
Al fin, todos somos un poco visionarios o clarividentes, creadores de ensueños con ojos de niño, activistas de pasiones místicas, descubridores de imágenes irrepetibles, que lo son en discernimiento y que nacen como el sol de la mañana, de manera cristalina. Naturalmente, las capacidades creativas de cada ser humano son diversas y reflexionar, en sí ya es un acto poético, que permite redescubrirse en todas sus dimensiones. Por desdicha, existe todavía una tendencia absurda a no valorar el papel del poeta, que es como negarse a no apreciar al mismo ser humano. Sería fundamental que estas etiquetas trasnochadas dejasen de tener fuerza en mundo globalizado como el presente.
Sin duda, la poesía es un bien social a proteger, su buena salud va a depender de la evidencia con que sembremos y de la claridad con la que interpretemos esos caminos tomados. Hoy por hoy cohabita en el mundo demasiado inhumano en estado salvaje o con vestimenta que esconde a un bárbaro. Por eso, la poesía es tan imprescindible como necesaria en la época actual, aunque sólo sea para poder respirar placenteramente y saber que existimos más allá de un número, con pensamientos renovados y libres de ataduras. En el fondo, un poema no es algo que se ve, sino algo que se siente, tampoco es el horizonte que nos permite mirar, sino el cielo que nos insta a hallarse y a ser el poema que jamás se debió truncar, nuestra propia vida. Vivámosla a corazón primaveral, puesto que vivir ya es aprender a convivir.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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16 de marzo de 2014