El pueblo camina descontento. Buena parte de su ciudadanía se hunde en la desesperación. Gobierna la economía de la exclusión, la supervivencia del más poderoso, donde el fuerte se merienda al débil. Esta es la triste realidad con la que convivimos en mil atmósferas. No podemos seguir con este huracán de incertidumbres y no hacer nada. Por desgracia, en lugar de iniciativas creativas y batalladoras nacieron otras conciencias como la pasividad y la sumisión más indignante. Cuanto antes hemos de salir de este absurdo estancamiento que nos aborrega y domina a su antojo. Tenemos la obligación de liberarnos de tantas mezquinas dependencias de poder, similar al tradicional sometimiento del obrero-proletario en el sistema capitalista, que lo único que nos provoca es una ferviente frustración o desengaño, predisponiéndonos al abandono de nosotros mismos.
Naturalmente, nadie tiene el derecho de usurpar el papel de único guía, porque ello supone la destrucción de la verdadera voz ciudadana. La negación del derecho de ciudadanía a reivindicar espacios más justos es algo tan preciso como necesario. La vida ciudadana se empobrece de motivaciones cuando el poder adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo, como está sucediendo, de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva a los pobladores de poder hacer su propio camino, bien porque no se reconoce la libertad personal del individuo.
Indudablemente, este desorden con el que habitamos y convivimos en el mundo produce tanta desesperación, que a veces nos puede el desaliento. El estimulante de la esperanza puede ayudarnos a divisar otros horizontes. No lo olvidemos. Es verdad que tenemos circunstancias tan desesperantes que la intranquilidad parece haber tomado nuestra propia existencia humana. Sin ir más lejos, recientemente Naciones Unidas lamentaba la falta de capacidad de la comunidad internacional, de la región y de los propios sirios para detener un conflicto que ya entra en su cuarto año, señalando su portavoz que la población necesita de forma desesperada el fin de la violencia. El que ciudades y pueblos enteros se queden reducidos a escombros, debiera hacernos reaccionar para detener, sin más dilación, cualquier conflicto.
Por desventura, hemos perdido el buen juicio, la conciencia por avivar el diálogo. En ocasiones, todo parece destruirse. En este sentido, conversar por el cambio es una necesidad. De ahí, que nos alegre por ejemplo, el que las mujeres indígenas reivindiquen la participación política y reclamen que se estudie en mayor profundidad el impacto de las políticas públicas de los Estados en el acceso de las mujeres autóctonas y rurales a los beneficios sociales, económicos, culturales, de la migración y de la tenencia de la tierra. Sin duda, es el momento de establecer un nuevo orden más armónico, pensando en las personas más necesitadas, víctimas de la desigualdad y de otros males que nos degradan como seres humanos.
Verdaderamente degradante de la especia humana es, asimismo, que la heroína, cocaína y otras drogas continúen matando a multitud de personas como ayer. A pesar del pesimismo que puede inundarnos al conocer estas noticias, nos anima saber, que durante estos días de marzo en Viena, se analicen las formas en que se puede reducir el suministro y la demanda de drogas, así como el problema del lavado de dinero y la cooperación judicial sobre el tema. Ciertamente, ningún país puede afrontar individualmente el desafío del tráfico ilícito de drogas, pero debemos unirnos para acabar con este comercio que genera millones de dólares para unos y muertes para otros. Otra injusticia más, que aún es más repelente ejercida contra un desdichado. Ante estos ambientes tan cotidianamente dolorosos, sería necesario que las sociedades despertasen de la deshumanización y ofreciesen más ayudas de apoyo a personas que sufren los efectos de violaciones, violencias y crueles compraventas.
A pesar de los muchos pesares que nos horrorizan, también debemos huir de toda tentación de venganza y ser capaces de inspirar comportamientos reconciliadores. En cualquier caso, no es bueno desesperar por nada, ni por nadie, cuando todo parece acabado, en doquier lugar renace una ola y el mar lo consuela todo. Esto significa que seguimos navegando.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor