Europa ha de permanecer unida, quizás con otros liderazgos más ejemplarizantes. Algunos movimientos populistas sostienen que peligra esta unión por la desconfianza y la falta de solidaridad de unos y de otros, pero en realidad son también responsables de aquello que ellos mismos acusan. A mi juicio, ha llegado el momento de transferir recursos de los ricos a los pobres, de cultivar verdaderamente la cesión mediante una unión efectiva, tanto bancaria como fiscal y política, y de propiciar otra visión donde se premie realmente el interés común de todos. Por desgracia, los políticos aún no han aprendido a consensuar horizontes para todos y los “nacionalismos extremos” han impuesto con coraje su postura egoísta resquebrajando, como en tantas ocasiones, el sueño de la concordia europea. Sin embargo, a pesar de todas las contiendas, la trayectoria europeísta ha demostrado que este anhelo permanece inalterable. Lo fundamental, al fin y al cabo, es evitar enfrentamientos inútiles y tomar conciencia de que Europa es hoy una realidad reconciliada (y esperanzada), que cuenta con los sistemas sociales más crecientes, no en vano es el mayor donante de ayuda a las personas más necesitadas.

Por consiguiente, el proyecto europeo, tiene que seguir avanzando a pesar de las discordias. Sería bueno que todos nos sintiéramos europeos. A veces, pienso, en la europeización de los distintos Estados que todavía no está asimilada. Por desdicha, la cultura europea no es un patrón dominante. Y evidentemente, el término dominante nada tiene que ver con cuestiones abusivas o intransigentes, va encaminado más a cuestiones de organización e identidad. Sólo así se puede activar una política de federalismo europeo, capaz de superar las diferencias existentes.

El tema de la movilidad de la que tanto se habla en la Unión Europea, debería ser una opción más y no la única alternativa para buena parte de nuestros jóvenes. Precisamente, esta unidad debe encaminarse hacia otros espíritus más interiores, más de ciudadanía. Estoy convencido de que para que la cohesión, tantas veces desgarrada y ensangrentada, fermente en una construcción de auténtica unión, debe darse un clima propicio a nivel de actitudes. No olvidemos que las sociedades humanas se encuentran en continuo desarrollo, en busca siempre de una organización mejor. Lo que se precisa para ello son eficaces liderazgos políticos, que hoy no existen, y que esperamos en un futuro no muy lejano surjan, para proseguir esta apasionante misión histórica.

Está visto que la multitud por si sola nunca llega a buen puerto si no tiene dirigentes honestos. Desde luego, no se puede renunciar a defender el interés colectivo, como tampoco se puede atenuar el sentido de la solidaridad, si en verdad queremos avivar una Europa unida. Las creaciones artificiales suelen durar poco por mucha imposición que se active. Esto supone la difusión de otras atmósferas, sobre todo impregnadas de un vivo sentimiento de justicia, comprensión, lealtad y respeto. Teniendo en cuenta, además, que únicamente en un mundo de líderes sinceros es posible la unidad. Lamentablemente hoy la capacidad de compromiso también deja mucho que desear y lo que impera es la desolación más que la ilusión. Lo que es evidente, es que no puede haber vencedores y vencidos en este continente, por si mismo viola el código genético europeísta.

Lo saludable es que Europa diera una lección al mundo de concordia. Tenemos los recursos, la tecnología y la experiencia necesaria para promover el desarrollo, la seguridad, los derechos humanos y el Estado de Derecho. Sólo hace falta aunar esfuerzos, establecer puentes para que la idea europeísta no desfallezca, entablar diálogos constructivos y desinteresados, instaurar una relación de pertenencia para afrontar unidos los grandes desafíos del momento, comenzando por el del desempleo o la reconstrucción de Ucrania, un país prácticamente en bancarrota. Por tanto, el referente europeo como continente abierto y acogedor, abierto a la cooperación internacional, con iniciativas audaces de unidad, tienen que ir más allá de la dimensión económica, pues ha de institucionalizar ante todo una armonía sobre los valores humanos. No cabe duda que un justo ordenamiento de la sociedad debe basarse en valores éticos y, son estos valores, los que realmente otorgan permanencia y continuidad a la unión europea.