Nuestra época es dramática y al mismo tiempo fascinante. Mientras por un lado los seres humanos dan la impresión de andar sumergidos en la incertidumbre, otros manifiestan apasionadamente sus deseos de búsqueda, más allá del materialismo consumista, mostrando un ansia de interioridad, un afán de fundirse con la tradición y las raíces, una inquietud verdaderamente sorprendente por los ambientes de espiritualidad y recogimiento.

Está visto que no sólo en las culturas impregnadas de religiosidad, sino también en las sociedades secularizadas, se ha despertado una necesidad por la dimensión espiritual de la vida, quizás como antídoto al clima de deshumanización que vivimos. Estoy convencido que el vacío espiritual que mina la sociedad de hoy, es ante todo un vacío educativo. Precisamente, ahí está el patrimonio heredado del pasado, instándonos a meditar sobre las diferentes formas artísticas, o los mismos descubrimientos científicos, manifestando siempre la fuerza creativa del genio humano, trascendiendo a veces la propia realidad.

Jamás la especie humana tuvo a su disposición tanta formación, sin embargo gran parte de la humanidad sufre miseria y desconsuelo. Lo mismo sucede con la libertad, nunca se ha tenido un sentido tan reivindicativo del término como el momento presente, y aún así, surgen nuevas formas de esclavitud social y psicológica. Igual ocurre con la justicia, en ocasiones no pasa de ser un escaparate de apariencias. Ciertamente, nos movemos en los exteriores, eso sí con frenéticas actividades, mientras perdemos el gusto por el silencio y la contemplación. Con demasiada frecuencia, somos arrogantes y esa absurda altanería nos impide abrirnos a un mundo donde la afectividad debiera iluminar nuestros pasos.

Un ser humano endiosado no puede inspirar afecto alguno, puesto que él mismo con su orgullosa actitud cierra todas las puertas. Sería bueno, por consiguiente, que nos educaran en el valor del espíritu interior. Es evidente que la educación, cuando en verdad lo es de manera integral, salva vidas y ayuda a restaurar esa calidad existencial que todos nos merecemos. El camino del gozo va hacia el interior, no lo olvidemos, es en nosotros, y no en otra parte, donde se encuentra el verdadero sosiego. Con razón, la parte más importante de la educación del ser humano es aquella que él mismo se injerta del asombro, de la exploración de sí, de la indagación de lo que le rodea.

Por desgracia, las deficiencias educativas están por doquier lugar, haciendo un mal enorme. Al parecer, un 10% del gasto mundial en enseñanza primaria se pierde en educación de mala calidad, según un reciente documento divulgado por la UNESCO. Una pena. En todo caso, pensando en la idea Platoniana de que “el objetivo de la educación es la virtud y el deseo de convertirse en un buen ciudadano”, creo que es necesario proveer a las personas de conocimientos básicos, pero sobre todo de actitudes humanas que nos fraternicen. Un espíritu fraterno todo lo entiende y además lo comprende, que es lo verdaderamente cohabitable. Con eso nos basta para convivir, la gran asignatura pendiente.

Obviamente, es en el interior nuestro donde habita la paz con la que soñamos, o la verdad que tanto inquirimos, o el amor por el que suspiramos. Si no tenemos armonía dentro de nosotros de nada sirve buscarla fuera. Si no somos auténticos con nosotros mismos, difícilmente vamos a serlo con las personas ajenas. Si no nos amamos a nosotros, apenas vamos a amar a nadie. Por tanto, es desde esa interioridad instintiva como se adquiere espíritu de lo que somos y de lo que queremos llegar a ser. Al fin, nada vale nada, si no somos ciudadanos de conciencia colectiva y humilde. La importancia de templar el alma antes que hacer carrera, propongo que sea lección permanente en todas las aulas del planetario mundo.