No es bueno para nadie que el mundo viva en una emergencia permanente. Las hostilidades deben cesar y el diálogo ha de ser el gran protagonista.

Con frecuencia, los derechos humanos sufren abusos inconcebibles, y lo que es peor, los responsables de esas injusticias apenas rinden cuentas. 

 

Ahora bien, ante esta espantosa realidad no podemos caer en la desesperación, pero tampoco en la indiferencia. Tenemos que volver a la normalidad, al horizonte de la convivencia humana, a restablecer nuevos proyectos de concordia, más orientados al bien de todos y a la bondad humana. De ahí la importancia de líderes francamente comprometidos socialmente, dispuestos a dar lo mejor de sí por la cohesión ciudadana. Indudablemente, esto exige de una ética individual y de una solidaridad verdadera para superar los obstáculos que la globalización nos impone. Desde luego, a todos nos corresponde un papel en la solución de los problemas actuales, ante las controversias surgidas, de acuerdo con nuestras capacidades de asistencia.

El amor siempre será algo imprescindible, también en la sociedad más justa. Siempre habrá dolor que precise consuelo, siempre habrá sufrimiento que necesite de ayuda, siempre habrá un calvario en soledad que precise de acompañamiento. Efectivamente, las escaladas de violencia no cesan para desgracia nuestra. Las matanzas sectarias y las inciviles contiendas se suceden como los días. Hace falta un clima más armónico, pero las situaciones indignas se disparan, las luchas y divisiones siguen más vivas que nunca. Todo se ha vuelto muy inhumano y las amenazas más crueles se ciernen sobre las vidas de los más indefensos. Hasta la misma contaminación atmosférica a veces nos deja sin aliento. Por consiguiente, es hora de ponernos a salvo, de activar el sentido de la vida y de nuestra propia existencia, de avivar la dimensión comunitaria de cada persona, con el patrimonio de principios y valores expresados por Naciones Unidas. Quizás sea el momento de serenarse, de afanarse si acaso en buscar de la reconciliación de unos y de otros, a veces de uno mismo consigo mismo, de dejarse cautivar por la rectitud, por los buenos deseos, por la paz en definitiva.

Sirva este próximo año para sentir ese cambio de mentalidad, para forjar como valor el ser “todos pacificadores”, como ha subrayado el Papa Francisco en su primer Urbi et orbi, para crecer en suma como personas humanas.  Indudablemente, hemos de transformar muchas actitudes, de entrada tenemos que modificar la tentación del poder por la de servicio, y esto requiere, sin duda,  tomarse el tiempo necesario para ahondar en un auténtico diálogo interior. Realmente, es desde dentro de cada uno como se cambia el mundo. No se puede dejar a nadie al margen, excluido de los circuitos de la vida. He aquí un evidente deber de justicia y de ética solidaria. Tampoco es cuestión de estar preparados para ningún combate como algún líder vocifera, en todo caso uno tiene que preparase para la armonía que es lo único verdaderamente interesante, capaz de engrandecernos como especie.

Por eso es tan importante trabajar por la justicia, y máxime en un momento como el actual,  con tantas confusiones e infinitas maldades esparcidas por personas sin escrúpulos. Que seres humanos se cosan la boca para protestar, cuando menos debiera hacernos reflexionar.  O que niños no hayan experimentado más que violencia a lo largo de sus vidas. O que la violencia contra la mujer, que nunca es aceptable, siga aumentando en lugar de decrecer. Ante estos inaceptables hechos, la comunidad internacional tiene que comprometerse, cuando menos para aminorar los desconsuelos. El mundo no puede seguir en continuo caos, en perenne contrariedad, porque puede tener por efecto la destrucción del mismo ser humano. Desde luego, no hay peor medicina que la que se ejerce a la sombra de las leyes permisivas y al cobijo del calor de una interesada justicia. Sólo la verdad en nuestras acciones, veracidad que no puede extinguirse aunque sí eclipsarse, nos sacará de la emergencia. Que lo sepamos.