En un mundo sin fronteras, con diversos frentes de poder y todos ellos interconectados, muchas veces bajo intereses contrapuestos, lo que requiere una activa tolerancia y cierto espíritu de duda, al menos hasta que no hallemos la manera de poner remedio a tantos defectos injertados por nosotros mismos. Es evidente que necesitamos de la bondad de los demás, sobre todo en un momento como el actual, en el que se concreta la idea de la complejidad de las culturas, máxime ante la profunda crisis de creencias y valores.
Sin duda, la comunidad internacional ante esta agobiante globalización, con tantos efectos negativos, debe propiciar espíritus abiertos para restaurar una existencia más solidaria con las raíces de la familia humana. Sin un corazón tolerante, por mucha diplomacia que se avive, no se puede consolidar fraternidad alguna. Para ello, pienso que debemos ser comprensivos, sólo así se puede compartir un mismo destino e integrar las diferencias.
No es fácil, pues, construir una nueva humanidad de la noche a la mañana. Se trata de impulsar una manera de vivir y un nuevo modo de ser. Lo que exige un corazón tolerante, capaz de priorizar el bien colectivo. No es suficiente prevenir el individualismo, sino se promueve el compromiso de la unidad de la especie; como tampoco es bastante prevenir la injusticia, si no promover la justicia social. Igual sucede con la protección a las personas frágiles, hay que ir más allá de la mera protección de las personas en su fragilidad, con la educación en valores.
Esta sociedad, indudablemente, tiene que fomentar mucho más una actitud de aceptación y entendimiento por la vida de todos y de cada uno de sus miembros. El día que nos importe el ser humano como tal, habremos avanzado en la paz, porque los conflictos y las tensiones serán agua pasada que no mueve molino. Por eso es tan significativa la tolerancia en esta época, donde todo parece moverse en el terreno de la irresponsabilidad.
Estoy convencido que un corazón tolerante no nace porque sí, se hace, porque el espíritu de la consideración hacia el semejante, puede y debe aprenderse, puede y debe instruirse, puede y debe educarse. Por desgracia, hasta ahora, no hemos aprendido a convivir en comunidad, tampoco nos han instruido para trabajar hacia un bien colectivo, y mucho menos nos han educado para actuar como ciudadanos del mundo. Quiero hacer estas reflexiones, coincidiendo con la festividad del día internacional para la tolerancia (16 de noviembre), porque me parece fundamental tener las ideas claras para poder discernir. Estamos hartos de promover la tolerancia, pero sus frutos no se ven. El día que los dirigentes del mundo, pongan en práctica lo que dicen: la comprensión y el respeto entre culturas, no hará falta invertir más tiempo en consejos de diplomacia. Algo falla, en consecuencia.
A mi manera de ver, se ha demostrado que esta forma de convivencia interesada, no puede ser tolerante, mientras se cambien vidas por dinero y la codicia gobierne todos los pedestales del poder. Sálvese el que pueda. Ciertamente nos movemos en el colmo de la estupidez, de no aprender lo que realmente nos importa. Y lo que nos interesa, es formarnos como comunidad, no para ser tutelados por los demás, sino para tutelarse cada uno por sí mismo, aportando solidariamente a los demás lo que otros no han alcanzado.
Por otra parte, reniego de esa tolerancia del mal que mercadea con seres humanos, ante la indiferencia de la especie, no sólo daña vidas inocente, también socialmente genera una maldad de terribles consecuencias. Sí en verdad, se busca el remedio a tantos males de intolerancia, actívense en el restablecimiento de los sanos principios, o lo que es lo mismo, estimúlese el deseo de aprender a cuidarnos unos a otros. De ahí, la necesidad de enderezarse uno asimismo antes de dar lecciones de nada. Acusarse a uno mismo, demuestra que la auténtica tolerancia ha comenzado. Está visto, que el buen ejemplo, siempre enseña más que mil doctrinas.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor