El triunfalismo nos absorbe la vida y de qué manera. ¿Quién no piensa en triunfar? Buscamos el triunfo desesperadamente, tiene que ser ahora, cueste lo que nos cueste, y no importa su precio. Hemos cedido tantas partes de nuestra existencia a cambio de un pedestal, más o menos cómodo, pero suficiente para sentirse en la cúspide, que nada nos asusta más que los fracasos. Sin duda, tenemos que superar esta cultura triunfante que deja abandonados a su suerte a multitud de ciudadanos y ver el modo de activar otros cultos más conciliadores y fraternos. Cuando no hay humildad, todo se degrada y la insatisfacción se apodera de nosotros con una resplandeciente tristeza. Por eso, el tiempo actual es tan propicio al desconsuelo. Cada día hay más seres humanos que llevan la congoja consigo, ya no saben sonreír y, lo que es peor aún, ni esperanzarse.
Pienso, por consiguiente, que deberíamos despojarnos de los éxitos altaneros, mostrar un corazón más humano, no de piedra, y pensar en otros cultivos más sublimes, y no tan destructores de vidas como los presentes. Si utilizásemos más el sentido común en nuestros abecedarios, descubriríamos lo frágiles que somos y la necedad con la que nos movemos en ocasiones. Pensamos que haciendo carrera lo tenemos todo resuelto en esta vida, y el golpe es tremendo ante el primer infortunio. A veces nos cuesta asimilarlo y empezar otra vez con un renovado entusiasmo. De ahí la necesidad, de una cultura más equitativa y verdadera, puesto que hoy por hoy, los laureles se los llevan los poderosos y la frustración los débiles.
Ciertamente, los triunfalismos mundanos nos alejan de nuestra propia senda de la vida, de las propias pautas basadas en el sentido común y la sencillez. A mi juicio, necesitamos retornar a la conciencia crítica para trazar la respuesta a los muchos interrogantes que se nos presentan a diario. El interrogarse siempre es saludable para recapacitar sobre el orden lógico y deontológico de las cosas. Reflexionando es como se llega al sentido profundo de cada cuestión planteada, no hay otro procedimiento de entrar en el ámbito de las raíces humanas, a pesar de la continua presión de las dudas, que pone en evidencia esa actitud exagerada de seguridad y de superioridad sobre los demás, impuesta por una poderosa cultura absorbente.
Ha llegado el momento, pues, de desterrar adoctrinamientos de superioridad, que aparte de ser discriminatorios, amenazan las relaciones entre los seres humanos. Nos merecemos una sociedad que luche por los triunfos sociales, que sepa compartir tanto las victorias como las derrotas, con menos manifestaciones pomposas y más acercamiento al ser humano como tal. Por desgracia, estamos acostumbrados a que triunfe la fuerza del poder, y este poder por su propia naturaleza triunfante, tiende a corromper. El día que consigamos que los vencedores y los vencidos sean uno, que las potestades dominadoras de este tenebroso mundo se diluyan, habremos conseguido una sociedad menos interesada, o lo que viene a ser lo mismo, más solidaria.
Indudablemente, ese moderado y necesario don del sentido común, enraizado en nosotros a través del curso del tiempo de la humanidad, ha de prevalecer sobre las actuales amenazas de la irracionalidad que nos circunda. Recibimos tanta información a diario que hemos perdido un poco nuestra innata orientación y manera de pensar, nuestro inconformismo, dejándonos guiar por lo general hacia la posesión, el bienestar y la fama. Esto, que genera influencia, también forja un vacío interior que no halla fortaleza ni en los logros conseguidos. Lo cierto es que siempre vamos al encuentro de alguien. Que no lo sea por su posición e influencia, que por naturaleza suelen ser insolentes y arrogantes. En cualquier caso, tanto los triunfos como las derrotas son dos embaucadores, a los que hay que recibirlos con idéntica serenidad y con cierto punto de desprecio.