Muy interesante reportaje nos ofreció una cadena televisiva nacional para explicarnos lo que ya sabemos acerca de las adicciones que más peligro ofrecen a las personas: la adicción a las redes sociales a través de los smartphones se ha convertido en motivo de preocupación de estudiosos del comportamiento humano.
Miles de accidentes y familias disfuncionales son el resultado de un uso desmedido, un terrible abuso de las redes sociales por Internet, y lo podemos constatar a diario: damas aparentemente responsables que manejan con el celular en la mano y sus hijos en la camioneta, jóvenes cuyo interés en la vida se reduce a un pequeño y funcional aparato, en el que se ponen en contacto con una sociedad que aparentemente forma parte de su vida, pero que, al estar desconectados se muestran acongojados, preocupados, angustiados porque consideran que su vida social ha quedado trunca.
Exageran en las consecuencias: antes de esta generación, jugábamos a muchas cosas, teníamos pareja e íbamos al café o a caminar y aprovechábamos para platicar de cualquier cosas, por estéril que pudiera ser.
Hoy en día, pareciera que si no estamos conectados estamos fuera de este mundo. No es posible depender de un pequeño aparato de forma tal que manejamos con el mismo en la mano, como si algo que trasciende en la historia individual o familiar pudiera suceder del trayecto entre casa y la escuela o el trabajo.
No somos capaces de ver de frente a muchos de nuestros amigos para decir algo, pero a través de la red social podemos ser lo más profundos que se puede, establecer condiciones de convivencia virtual y otras cosas más. Insultos, aclaraciones y muchas cosas más se pueden leer a diario.
¿Será que hoy no valemos más que un aparato moderno?
No podemos dejarnos vencer por las novedades tecnológicas de hoy en día. Se habla de estadísticas impresionantes en las que destaca la falta de convivencia y desarrollo de la sociedad como tal, porque ahora, todo lo resolvemos por el “Facebook” o por el Twiter.
No somos capaces de ver una conversación entre padres e hijos o entre amigos que no sea a través de los aparatos. Increíble suele ser el ir a una cafetería o lugar público y ver que los miembros de la mesa están todos entrelazados en la conversación por medio de sus aparatos.
Dependemos de ellos, al parecer, porque tenemos una distancia menor a un metro, y entonces es que no hablamos, porque estamos embobados, idiotizados con la pequeña pantalla a la que le hacemos más culto que divinidad alguna.
Y nos apuramos, endrogamos y hacemos lo que sea posible por comprar el aparato de moda o el que reúne las expectativas que nuestros hijos desean, o que nosotros mismos, en un afán novedoso, queremos mostrar al mundo.
Ya la nueva versión de tal o cual celular nos inunda y nos hace pensar que no hay más felicidad en la vida que tenerla: al momento, tomamos las fotografías y nos ufanamos de haberlas subido primero que todos al Facebook; el resultado: fotografías de muy mala calidad en su gran mayoría, repetidas, llenas de un enfermizo egocentrismo que nos lleva a mostrarnos con el brazo estirado porque nosotros mismos hemos presionado el botón de la cámara para subir la imagen de hoy.
Vemos el perfil de cualquier persona y encontramos 300 o 500 fotos, todas iguales en la pose y expresión, como si no hubiera nada más en el mundo.
Nuestros hijos se acuestan con los celulares bajo la almohada, y en la madrugada se comunican con sus iguales, sin descansar lo suficiente.
¡Cuidado!
Estamos a tiempo de frenar esa adicción que nos puede llevar a perder a la familia, los hijos, los amigos, en aras de sentirnos de moda por estar al día, en el estado de ánimo que reflejaremos, seguramente, en un falso perfil que nos muestra tal y como no somos.
¿Eso queremos para nuestros hijos? La solución es de cada quien, pues.