A veces pienso que somos una sociedad de fracasados que precisa levantarse con urgencia. Nada es definitivo y lo que cuenta es el valor para continuar. Es cuestión de esforzarse, de trabajar por una sociedad afín con sus palabras. De nada sirve hablar de los derechos humanos, si luego se menosprecia la vida. Para empezar, hemos perdido la memoria a pesar de reivindicarla por todas las esquinas. En ocasiones, nos quedamos en las meras escenas como unos fríos televidentes. No sentimos la desesperación como propia, disfrazándola de palabras vacías, de actitudes encubiertas que no conducen a la rectificación. Lo peor de todo este desajuste es que muchas personas no viven, porque vivir es luchar por cambiar, por construir un mundo más habitable, por ser mejor y más humano. Es cierto que no podemos dejarnos llevar por el pesimismo, pero tampoco por el optimismo, ni por las ideologías, nada justifica este mal que nos inunda, es cuestión de abrir bien los ojos, sobre todo los interiores, y de interrogarnos sobre cada fracaso nuestro, si en verdad nos ha enseñado a caminar de otro modo.
Los que se desaniman ante un fracaso es porque no tienen alma y han renunciado a vivir. Somos seres en continuo aprendizaje. Tenemos que aprender a empezar de nuevo en cada amanecer. No podemos permitir que a los niños no se les deje ser niños, que los jóvenes piensen que lo saben todo y se les robe la esperanza de futuro, que los adultos que todo lo sospechan no hagan nada por modificar comportamientos, y que a los ancianos se les recluya con la soledad como compañera. Todos estamos, pues, en cierta manera, dejándonos aplastar por los acontecimientos del presente. Tantas veces la desesperanza supera al horror, que ahí está la oleada de migrantes en busca de nuevos horizontes. No importa que haya que lanzarse al mar, o arrojarse a un hábitat desconocido, pesa más el deseo de proyectarse otra existencia, de forjarse un porvenir, de ver la manera de reaccionar ante tantas injusticias. Muchas veces habrá que comenzar de nuevo, otras será suficiente con rectificar para salir del hundimiento social. Lo que no cabe es la resignación en un mundo de mentiras. Tampoco podemos contemplar indiferentes el drama de tantos seres humanos. Cada uno de nosotros, al fin al cabo, estamos llamados a instaurar en este mundo nuestro la cultura de nuevos logros, como la del encuentro.
A mi juicio, lo importante es que todos los grupos sociales sientan un mismo sentimiento de pertenencia a la especie, sin el cual, todo está condenado al desengaño más cruel. Así, el fracaso de Naciones Unidas es el fracaso de todos y de cada uno de nosotros. Las mismas contiendas o guerras son el fracaso del mundo civilizado. Es cierto que cada ser humano puede crecer en humanidad, valer más, y en consecuencia ser más, para ello precisa la energía de su inteligencia y de su voluntad. Conseguido este desarrollo, la sociedad tiene que vencerse a sí mismo (y convencerse a sí misma), que nunca es demasiado tarde para reiniciar la construcción de un orbe más hermanado. Mientras los pueblos pobres permanezcan siempre pobres y los ricos se hagan cada vez más ricos, la frustración está servida. Y la sociedad estará cada vez más enloquecida y enferma. No entenderá el deber de la hospitalidad, porque todo se supedita a un interés, el del negocio. Y ya se sabe, convertida la vida en un espacio de finanzas todo se convierte en macabro y grotesco, hasta la misma comprensión de la verdad. Desde luego, una sociedad que no tiende puentes, que no logra aceptar a los que sufren y que no es capaz de auxiliarles, más pronto que tarde se desmorona. Es evidente, que no se puede reducir la existencia a la esfera de lo económico y a la satisfacción de las necesidades materiales, se precisan otros cultivos menos opresores, que acumulen menos odios y rencores.
Indudablemente, debemos retornar a la dimensión humana, a crecer en el ejercicio de la conciencia de los derechos humanos, en propiciar la razón y la creatividad del ser humano, en no temer a las caídas y en poder realzar otra mentalidad más participativa e inclusiva. Para iniciar el camino del cambio, considero fundamental convencernos sobre lo políticamente correcto, que casi nunca es neutral. A las cosas hay que llamarlas por su nombre, teniendo en cuenta que no es posible la convivencia sin el respeto por el semejante. A mí me parece muy escandaloso que al ser humano se le injerte dentro de una sociedad de capital en lugar de una sociedad de personas, y ésta se subdivida en triunfadores y fracasados. Verdaderamente un colectivo social que solo piensa en los éxitos, que no considera el fracaso como parte del despertar hacia el triunfo, se convierte en un ciudadano egoísta, que no verá más allá de sus propios ojos. A veces los diálogos serán difíciles o incluso inviables por diversas razones, pero es desde esta pedagogía de la dificultad como a veces se llegan a cimentar los afectos más fraternos. Sin duda, para lograr cualquier éxito siempre ha sido indispensable pasar por la senda de los sacrificios.
Por consiguiente, el momento actual que vivimos, nos insta a trabajar sin tantos triunfalismos ambiciosos, pero también sin tanto doblegarse a lo económico. La búsqueda del crecimiento económico a toda costa no es la solución. El falso avance ha distorsionado el verdadero significado de la universal dicha de sentirse bien. La falsedad de sociedades deshumanizadas, pero muy poderosas económicamente, han destruido hasta nuestro hábitat natural. Si nuestros esfuerzos para lograr la recuperación humana, antes que económica, se rige por los valores predominantes del consumo excesivo, la explotación, la codicia y el poder, está visto que mejor no levantamos cabeza. Tenemos la gran oportunidad de avivar una ética gobernanza mundial, que considere la sostenibilidad ambiental acorde con la realidad ciudadana, para dar una respuesta contundente a las diversas situaciones.
Más que el mundo de las finanzas y de los negocios deben interesarnos el mundo de las personas. Estamos en un nuevo tiempo, y como tal, debemos cambiar desde los tonos y los timbres hasta los lenguajes y las expresiones. Hay que llegar a un consenso, y para ello se precisan menos oradores y más personas de verbo, menos demagogos y más ciudadanos de servicio, menos retóricos y más pobladores de mundo. En definitiva, se trata de aumentar la coherencia entre lo que se predica y lo que se hace, con un sentido de compromiso real, puesto que todos, unos en mayor medida y otros en menor, somos responsables (y sin excusas) de lo que nos sucede en el planeta.