Hoy más que nunca necesitamos sosegarnos, abrir la mente a la experiencia del conocimiento, sintonizar con las diversas culturas, acoger esta diversidad, hacernos partícipes de otras vidas y hacer que la nuestra esté más llena de humanidad. El mundo nos ha globalizado. Pero esta globalización precisa de nuestra respuesta personal, de nuestro coraje que pasa por poner nuestra existencia al servicio de la ciudadanía. El mundo también nos requiere. El impulso humano es una señal clara de que seguimos vivos y ha de ser un estímulo para modificar realidades que nos deshumanizan. La misma convivencia está marcada por conflictos y tensiones que no cesan, igual sucede con la llamada al diálogo que suele encontrar muchas dificultades resolutorias. A veces parece como si la vida fuese un desencuentro permanente, un camino a la deriva que amenaza con la aniquilación de los seres humanos, una contienda de intereses, donde para provecho de unos, no importa la destrucción de otros. Los sembradores del terror se presentan invencibles, se han convertido en bestias feroces y, por ende, en sujetos peligrosísimos. Ahí están. Y siguen ahí, en cualquier esquina, con su apariencia humana, pero que son verdaderos monstruos, dispuestos a coleccionar matanzas como quien recopila estampas, con su rostro entre frío y persuasivo, haciendo de la muerte su razón de vida.

Ciertamente, cada día es más complicado encontrar sosiego para tener momentos de reflexión. Nos invade un cierto horror de acumulación de crímenes, de acopio de venganzas, consecuencia de que los derechos humanos son violados unas veces y olvidados otras. Por consiguiente, resulta difícil y deprimente para cualquier ser humano, con un mínimo de conciencia, poder digerir todas estas barbaries que nos reducen a la nada. Sin duda, esta silenciosa desesperación nos impide sacar fuerzas para ahuyentar los muchos miedos que llevamos consigo. Indudablemente, la sociedad tiene que reaccionar y reforzar el combate hacia estos tipos inhumanos, especializados en causar el mal por donde caminan, sobre todo hacia grupos de minorías, que los etnólogos llaman etnocidio, al no tolerar la presencia del otro ante una cultura dominadora. Lo decía Nicolás Maquiavelo: “todos los Estados bien gobernados y todos los príncipes inteligentes han tenido cuidado de no reducir a la nobleza a la desesperación, ni al pueblo al descontento”. Las terribles vicisitudes que a diario muchos ciudadanos soportan dejan una estela de tantas insatisfacciones que cuesta recobrar el valor  por la vida y hasta la propia dignidad humana.

Desde luego, sentirnos nada es lo peor que le puede pasar a un pueblo, a un colectivo ciudadano, al propio ser humano. El mundo, pues, tiene que centrarse en los que amenazan la armonía, el sosiego, con la eliminación de todo tipo de armas de destrucción masiva, y con la puesta en escena de una ética mundial común, el único motor (el de la moral) que puede ayudarnos a salir de esta atmósfera de bochorno, donde nadie respeta a nadie, y cada cual hace la guerra a su manera. A mi juicio, hay actualmente tres tentaciones mundializadas que deben ser impedidas con urgencia. La primera es la tentación de la manipulación y del adoctrinamiento. Las personas son manipuladas para poder ser dominadas. La segunda es la tentación de la incoherencia del poder y el abuso de los poderosos. Líderes del poder proponen bajar salarios, mientras ellos se los suben. El desigual reparto de bienes o el equitativo reparto de miseria nos discrimina como jamás. El hecho de que existan minorías privilegiadas lo que hace es recordarnos la inferioridad de unos para con otros. La tercera es la tentación del sometimiento, convirtiendo al ser humano en una mera mercancía de negocio. “El tanto tienes, tanto vales”; que dice el pueblo. En cualquier caso, la solución a todas estas maldades, que ciertamente nos repugnan aún más por su continuo incentivo,  pasa por fabricar más escuelas que armas, por servir más y mejor con menos poder; y, por hablar menos de libertad, creer más en ella y trabajar por conseguirla.