Por principio, detesto la violencia, tanto la que se practica a plena luz del día como aquella que permanece oculta. No la soporto. Comprenderá el lector, pues, que hay acciones a las que me sumo de manera incondicional. Esta que transcribo, es una de esas reacciones que me gusta difundir por todo el mundo, me refiero a la apoyada por el actor británico y embajador de Buena Voluntad de UNICEF, Liam Nesson, la iniciativa “hacer visible lo invisible”, recuerda que la violencia contra los menores muchas veces pasa inadvertida, por lo que exhorta a ciudadanos, legisladores y gobernantes a denunciarla como un primer paso para combatirla. Definitivamente, vivir en armonía no tiene porque ser un sueño, es una necesidad que es posible alcanzar, sólo hace falta desplegar una fortaleza comprensiva y generosa. El ojo por ojo no tiene sentido en una sociedad del conocimiento como la actual, la historia de nuestro tiempo no puede caer en este tipo de males, la humanidad tiene que liberarse de estas expresiones intimidatorias y caminar hacia otros horizontes menos vengativos y más indulgentes, y tratándose de niños, está visto que el afecto enseña y disciplina mucho más que cualquier forma violenta.
Evidentemente no podemos cerrar los ojos ante el aluvión de hechos violentos que a diario se producen. Cualquier barbarie no sólo deja heridas físicas sino que también te parte el alma. En los niños estas salvajadas jamás se borran de sus mentes, socavando así su desarrollo. Aunque no se sabe con precisión, los datos en muchos países indican que del 80% al 98% de los niños sufren castigos corporales en el hogar, y una tercera parte o más recibe castigos físicos severos. Además, según las cifras de Naciones Unidas, unos 150 millones de niñas y 73 millones de niños menores de 18 años padecen violencia y explotación sexual, y alrededor de 1,2 millones son víctimas de trata cada año. En cualquier caso, estas cifras debieran hacernos reflexionar al menos, para juntos ver la manera de que no se sigan multiplicando las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e indefensa.
Pienso, además, que la violencia doméstica también ha contribuido a que los niños vivan auténticas realidades de terror en el hogar, algo que le marcarán de por vida, y que habría que desterrar de los ojos de un ser en formación. No olvidemos que los niños tienen el derecho de ser protegidos contra toda forma de violencia en donde quiera que suceda; y, nosotros, los adultos tenemos la responsabilidad de asegurar la protección necesaria. Sin duda, poseemos la obligación de rescatar a tantos niños que hoy sufren verdaderas salvajadas en sus propias carnes. Por consiguiente, no debemos permanecer pasivos ante este tipo de situaciones crueles, aceptarlas es movernos en el terreno de la complicidad, y al final, si dejamos que la espiral de los violentos prosiga en su quehacer, acabará adueñándose de todos nosotros.
No tiene sentido cultivar realidades que nos degradan. La violencia humilla. Si nuestro amor a la concordia debe permanecer en todos los rincones, es en la familia donde debe reafirmarse la comprensión, y el dominio de uno mismo. No es más fuerte el que más grita, el que más golpes da o más palabrotas suelta por minuto, sino aquel que persevera y perdona, que huye de las riñas y no del diálogo, que se muestra como persona dispuesta a tender puentes de unión. En nuestros corazones no puede haber rabia, sino paz. De ahí, la importancia de desprendernos de todo rencor y orientar nuestras vidas hacia otros universos más pacifistas. Hemos llegado a un punto que la violencia ha llegado a hacerse normal en nuestra convivencia, y esto es verdaderamente alarmante y destructivo. Debemos animarnos a ser caminantes de sonrisas, a formar hogares de amor para que los niños puedan ser niños felices, y así no tener que seguir hablando en el futuro de personas intolerables, rudas e irrefrenables. Al fin y al cabo, lo que se siembra, se recoge después.