Confieso que me impresiona el sentimiento de miedo que nos oprime ante tantas violencias que se sirven en bandeja a diario. Deberíamos estar mucho más atentos al mundo en el que vivimos. Andamos perdidos, desorientados,  y, en todo caso, lo que amasamos es violencia y más violencia. No somos capaces de ayudarnos unos a otros. Hemos perdido el sentido de la responsabilidad y nos domina una corriente de necios que no entienden de fraternidad y muchos menos de actitudes solidarias. También nos hemos dejado acompañar por una cultura cínica, mediocre a más no poder, que además está  subvencionada con el sudor y las lágrimas de los trabajadores, que se muestra insensible al grito del débil, con una marcada actitud de indiferencia ante los problemas ajenos, que ha de cesar de inmediato. Por desgracia, determinados poderes intimidan para mantener su propio bienestar. A veces la crueldad es tan descarada que cuesta entender tanta dejadez social. Parece como si nadie sufriese por nadie. La pasividad es tan profunda en ocasiones que cuesta entender el poco acompañamiento que tenemos ante la congoja de nuestra misma especie.

Con violencia jamás se resuelve nada. Lo sabemos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte parece que hemos nacido para la barbarie, puesto que apenas hacemos nada para contrarrestar las muchas violaciones que se producen a diario en los mismos derechos humanos. A mi juicio, cada día son menos los sollozos por estas pérdidas, hasta el punto que estamos convirtiendo nuestro propio hábitat en una continua catástrofe humanitaria. Para desgracia de todos nos hemos acostumbrado a este tipo de desórdenes. No se pueden cerrar los ojos al tormento (y a tantas torturas) del prójimo. La complicidad es un consentimiento en toda regla. Siempre habrá dolor que precise consuelo y ayuda. Siempre habrá exclusión y soledad que llame a nuestra puerta. Siempre habrá, en definitiva, gentes que necesitan compartir sus angustias para levantar cabeza. Ciertamente, cuesta entender que la violencia se practique a plena luz del día con total descaro  y que, aún sigamos hablando de realizaciones humanas pacíficas,  mientras la brutalidad no cesa.

Desde luego, no hay mayor frustración que seguir activando la fuerza con las simientes del odio y la venganza, que practicar el terror para imponer determinadas políticas, que sembrar la irracionalidad y permanecer impasibles. La sociedad, en su conjunto, debe despertar ante este alarmante panorama haciendo valer la vida por encima de todo. No podemos (ni debemos) convivir con el salvajismo sin decir nada. ¿Cómo se ha podido llegar a esta situación de frialdad humana? En el fondo, pienso, que hay  una profunda crisis de humanidad, una especie de eclipse en la conciencia, que nos ha vuelto personas interesadas, en sorprendente y continua contradicción. El deber de solidaridad debiera estar presente en nuestro diario de vida y para ello debieran educarnos.

A poco que indaguemos por la vida, constatamos que los seres humanos vivimos en una situación de violencia sin precedentes, de desesperación  y también de desesperanza. Sin duda, el mundo sería radicalmente otro, sí los dirigentes nacionales e internacionales se tomasen en serio las prioridades humanas por encima de cualquier otra o sí las mismas personas dijésemos ¡basta!. Al fin y al cabo, tan vital como reencontrar nuestro sitio en el mundo es ponerse a disposición del necesitado. Hasta ahora hemos visto, sobre todo con la crisis financiera, que a veces se protegen mucho más a las instituciones, o a las  misma entidades crediticias, que a las personas. Para evitar caer en la indiferencia más absurda, se han de respetar algunas exigencias, tales como afianzar el valor primordial de los valores humanos, unido a la acción perseverante de ciudadanos honrados y desinteresados. Únicamente así, con la adhesión a profundas convicciones éticas, se podrán desterrar realidades deshumanizadoras. De lo contrario, sólo pueden llevarnos a la evidencia de la ley de la selva.