El antiguo principio de que “todo lo vence el amor” es la solución a tantas vueltas y revueltas que nos inventamos cada amanecer. Pensando en los que se esfuerzan porque esa victoria llegue pronto a este desconsolado planeta, hilvano estos pensamientos como reflexión de mi mismo y, también, como recuerdo a la memoria del personal que trabaja por la justicia, que defiende la vida sin condiciones ni condicionantes y, para ello, no tienen otra bandera que la verdad como referente. Precisamente, Naciones Unidas, celebra el 29 de mayo, el día internacional de estas personas entregadas, a corazón pleno, a llevar un pedazo de aliento donde no hay más que desaliento, de concordia donde no hay más que desavenencias, aunque para ello tengan que perder su propia vida en aras de una mano tendida.
Es cierto que estamos acostumbrados a defender las injusticias con las armas, a tomarnos la justicia a nuestro antojo sin respetar el natural orden de las cosas, a confundir la paz con la simple ausencia de contiendas. Esta terminología de la confusión a veces nos impide ver el auténtico problema, la razón por la que surgen las enemistades, sabiendo que todos perdemos en una guerra. Ya desde sus inicios en 1948, las operaciones de paz de las Naciones Unidas han sido uno de los principales instrumentos utilizados por la comunidad internacional para llevar a buen puerto determinadas crisis que amenazan la armonía en el mundo. Miles de personas han entregado su vida en ello, han buscado afanosamente la manera de injertarnos confianza unos a otros, sabiendo que la paz es cuestión de voluntad, de lograr que todos queramos ser la paz en la mirada de nuestro semejante, de querer caminar todos juntos hacia la reconciliación, y de convertirnos en promotores del sosiego.
Evidentemente, el mundo de hoy precisa una fuerza unida y no excluyente, de encandilamiento amoroso por la ecuanimidad. Por sí misma, la justicia sola no basta, el ser humano tiene que abrirse a una incondicional fuerza más profunda que es el amor, la comprensión y generosidad hacia su misma especie. La liberación del rencor, del odio y de la venganza, con el perdón aunque nos duela, va a reanimarnos hacia otros modos y maneras de vivir. Habrá que desplegar brigadas educadoras de intervención reeducativa, para que la misión sea ejemplarizante y, así, poder reafirmar la fe en los derechos fundamentales del ser humano, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres. No caigamos en fatalidades, en pensar que la paz es un amor imposible. Sin duda, la paz es un amor posible en la medida que avancemos en el respeto y asumamos compromisos que nos hermanen. A mi juicio, esta es la gran fuerza de paz que precisamos esta generación globalizada, la de buscar solución pacífica a las controversias que nos surjan.
Estoy seguro que el día que prioricemos otros valores, como el de servir antes que nada, desterrando de nuestras vidas la avaricia del poder, el deseo de entrega en lugar de los deseos de venganza, tendremos otro ánimo más sereno que facilitará la convivencia. El mundo no puede seguir educando para el conflicto, o lo que es lo mismo, para los intereses políticos, económicos y financieros, ha de tener claro que esta lógica dominante de explotación, más pronto que tarde, explotará y al final todos seremos víctimas. En vez de construir arsenales, constrúyanse centros reeducadores, no más carrera de armamentos, la única carrera que merece la pena proteger es la del raciocinio. Tenemos mucho que pensar y también mucho que sentir. Tanto para crear espacios de paz como para difundir gestos de quietud, hacen falta lenguajes conciliadores para que el espíritu de cada persona pueda vivir la fraternidad más profunda con su misma especie.
Son muchos los países degradados por la pérdida de dignidad de sus moradores, e igualmente, son muchos los estados desgarrados por enfrentamientos de sus ciudadanos. Ciertamente, no sólo hay que mantener la paz y la seguridad, sino que también se debe facilitar procesos de entendimiento democrático, propiciar el desarme y desmotivar cualquier lucha. Las fuerzas de paz que precisamos en la actualidad, tienen que ser fuerzas vivas en la restauración del estado de derecho. Es oportuno avivar esta regla de vida, sobre todo en un momento de tanta incertidumbre como el presente, en la que se percibe la tentación de apelar al derecho del más poderoso; en definitiva, al derecho de la fuerza más que a la fuerza del derecho. El éxito de los nuevos tiempos, efectivamente, va a depender mucho del clima de diálogo en la prevención de conflictos, de la buena disposición de todos de poner decididamente la política al servicio de los últimos. El universo de las religiones, junto con aquellas personas comprometidas con sus ciudadanos, deben abandonar cualquier forma de discriminación, puesto que es la colectividad, toda ella, la que está llamada a construir un planeta armónico.
Desde los albores de la civilización humana, se establecieron acuerdos y pactos para evitar el uso arbitrario de la fuerza, buscando soluciones pacíficas a las muchas controversias que surgen. A luz de tantas guerras inútiles, que en el fondo son derrotas de la propia humanidad, y con el paso del tiempo, deberíamos desarrollar una conciencia de familia en la que se tomara en serio el valor de cada persona, a través de una valiente autocrítica de relación con el mundo. Y para que esto suceda, es decir, para la construcción de un planeta más fraterno, ante todo debemos buscar procedimientos de sintonía que nos tranquilicen, y a renglón seguido, hacer hincapié en abrir nuestros corazones al poder del amor más hondo, la única fuerza capaz de superar las divisiones que ponen en peligro la vida en amistad que todos nos merecemos. Al fin y al cabo, tenemos algo tan preciso como el aire que respiramos y es la serenidad con la que queremos vivir. Sin este valor tranquilizador hasta el mismísimo aire se torna irrespirable. Naturalmente, no hay mayor desorden que un viento desorbitado. Desde luego, no ha sido creado para brillar en la paz de cada día.