Lo más importante es no dejar de interrogarse, es prueba de que se piensa. Cualquier momento es bueno para hacerse preguntas. A mí se me ocurren tantas a raíz del incremento de pobres y desdichados, que estoy continuamente pidiendo explicaciones.  Ahora mismo me viene a la memoria, uno de tantos requerimientos. ¿Vamos hacia una prosperidad colectiva o hacia un retroceso de los indignos? ¿Y quiénes son esos indignos? La verdad que el día que los descartados del sistema, o sea los excluidos, se unan y empiecen a razonar, se nos va a caer la cara de vergüenza a todos. Si tanto hemos avanzado, sobre todo el mundo de los dignos, ¿por qué no aseguramos unos niveles mínimos aceptables de bienestar e igualdad de oportunidades para todos? ¿Quiénes somos nosotros para marginar a nadie? En vista de lo visto, nadie me negará que son humanos ciertos comportamientos de huida, como el del pobre que desea verse libre de miseria y sueña con un mundo más equitativo, lanzándose a la búsqueda de otros horizontes más prósperos. Esto es un proceder natural de supervivencia.

Sin duda, no hay mayor legitimidad que luchar por lo necesario para vivir. Por otra parte, trabajar para conseguirlo es un deber. Lo malo es cuando ese trabajo nunca llega, porque la riqueza se la meriendan los mismos de siempre, o sea, los imperialistas del dinero, y no dejan ni respirar a los que nada tienen.  Las consecuencias resplandecen por sí mismas. Cada día hay más pueblos opulentos, pero también más pueblos hambrientos, totalmente hundidos y desesperados. Ya nada nos interpela, ya nada nos pone en movimiento, cada cual vamos a lo nuestro y esta crisis de angustia cada uno la traga para sí como puede y le dejan. Aceptado lo dicho, es bien público y notorio que los desequilibrios se agrandan  y las desigualdades nos impiden ver justicia social alguna. La marginalidad, junto a la negación de los derechos humanos, empeora aún más los tiempos actuales, donde el paisaje moral ni se ve, ni se percibe, por parte de instituciones que debieran ser ejemplarizantes.

Hemos perdido hasta la mismísima conciencia. Tanto es así, que resulta ya difícil hasta tomar el pulso del mundo. Vivimos en la inquietud permanente, sobre todo la clase pobre, o sea lo que antes se llamaba obrera, en el escándalo continuo, en el choque de intereses. De hecho, nos movemos en el conflicto incesante, debido al materialismo sofocante que determinados poderes nos han injertado en vena. Cuando se pierde la escala de valores humanos, los corazones se endurecen y las miradas no quieren ver la realidad. Habría que despojar de poder a las muchas estructuras dominadoras que provienen del abuso del poder y del tener, de la injusticia de las transacciones y de la adquisición de una cultura del hurto, desfalco, o evasión enmascarada. Por desgracia, cada día son más los países que asisten impasibles al aprovechamiento abusivo que hacen las grandes empresas de la ley para reducir al mínimo su factura fiscal. Es el eterno problema, cuanto más se tiene más se quiere. Perdida toda moralidad, los ricos multiplican sus deseos, aunque para ello tengan que empobrecer aún más a los pobres.

Pienso que ha llegado el momento de emprender acciones, que nos encaminen hacia una prosperidad colectiva. De lo contrario, se acrecentarán las contiendas ante la tentación de rechazar con violencia las graves ofensas contra la dignidad humana. Hay que combatir cualquier discriminación  para que las personas por si mismas puedan ser artífices de su propio destino. También hay que procurar el acceso a la educación a todas las personas. Ahí están, por ejemplo, las poblaciones indígenas de América Latina y el Caribe, con apuros para el conocimiento intercultural. O el difícil acceso a la sanidad pública en el mundo, lo que refleja la grave dificultad de los países para ayudar a fomentar comportamientos saludables. Es un lástima que la justicia social, en todo caso, continúe siendo un sueño imposible para una gran parte de la humanidad. Quizás hoy más que nunca sea necesario proteger la libertad de la persona, liberándola de tantas opresiones arbitrarias, que hasta les impide ser ella misma en la vida para reclamar sus derechos.