Apuesto por el abrazo sincero. Lo considero una buena manera de abrirse al auténtico diálogo. A mí me parece que los tiempos actuales son muy fríos. Es lo propio de un mundo frenético al que no le dejan pensar. Todo se envuelve alrededor del poder. Ciertamente, tenemos más armas, pero también menos alma para sembrar por los caminos de la vida otro entusiasmo más comprensivo. Para entenderse, pienso que debemos cuidar mucho más nuestras habitaciones interiores. Sólo así podremos descubrir y describir nuestros propios sentimientos. Y nadie nos podrá dominar. Me niego a ser juguete de nadie. A veces nos faltan encuentros con el corazón y nos sobran reencuentros con dominadores sin ética. El fruto de la sinrazón nos comercia en un mercado sin moral alguna. Hemos convertido al ser humano en un objeto más de deseo, sin apenas dejarle tiempo para reflexionar sobre sus creencias ni sobre su existencia, sobre su origen ni sobre su destino.
Sin duda, abrazarse a las diversas culturas favorece el sentirse unidos. Andamos hambrientos de fraternidad. Algo que necesitamos como el pan de cada día. A pesar que desde el año 2002, se haya declarado el veintiuno de mayo como el Día Mundial de la Diversidad Cultural para el Diálogo y el Desarrollo, apenas hemos aprendido a convivir unos con otros. Convendría, pues, que nos interrogáramos cada uno consigo mismo sobre aquello que nos impide avanzar. Son muchas las heridas abiertas por duros y sangrientos conflictos. La construcción de un planeta reconciliado no es fácil, pero tampoco es imposible. Deberíamos despojarnos de aquellos poderes que no saben conjugar principios y valores, servicio y bien común, y evitar, de manera contundente, las manifestaciones patológicas que se dan con tonos de autoexaltación y de exclusión de la diversidad. Me refiero a esas formas nacionalistas que aíslan los pueblos, a esas maneras racistas y xenófobas, que desde el pedestal del poder, intentan dominar mentes para su interés propio. Tenemos que lograr un progreso para todos, en el que todos los seres humanos puedan desarrollarse, sin exclusiones.
No está bien que sigamos propiciando el bienestar de algunos, excluyendo a otros. Tanto los líderes de Estado como los dirigentes de las organizaciones internacionales, tienen que tomar medidas concretas, en base a unos objetivos claros y convincentes, para que realmente aumente la conciencia mundial sobre la importancia de la unidad, de la inclusión en la diversidad, a través de gestos verdaderos y de actitudes positivas para ello. Si la cultura es lo que somos, el abrazo entre culturas es lo que nos sostiene como especie. No hay mejor manera de superar las diferencias que resaltar aquello que nos une para acercarse. En los tiempos actuales es, por consiguiente, indispensable que la cultura del cariño, o de la consideración hacia el semejante, germine como elemento fundamental de toda estrategia de vida, ya que posibilitará el diálogo entre los pueblos y las gentes. Hablo de abrazos salidos del alma, dispuestos a olvidar todo lo malo para tranquilizar conciencias, y así, empezar un diálogo centrado en el ser humano como creador de fraternidad. Una solidaridad que no refleja el espíritu fraternal se queda vacía. Al fin y al cabo, uno tiene que darse por propia humanidad.
Evidentemente, toda negociación tiene que partir de ese espíritu de fraternización. Tenemos que redescubrir nuestros vínculos y ver la manera de generar más concordia entre todas las culturas. Desde luego, no puede haber tolerancia ni respeto a la diversidad, si no hay espíritu fraternal entre la humanidad, porque hasta la misma justicia no puede prosperar sin una atmósfera de consideración hacia lo humano, hacia el compartir fraterno. El pan como el agua, o el mismo aire que precisamos para respirar, son alimentos (o alientos) fraternales que deben estar al alcance de todos los bolsillos, también de los más pobres. Indudablemente, cualquier sociedad necesita de esa fraternidad para protegerse. Está visto que donde hay una auténtica solidaridad fraternal, los derechos de los débiles y los indefensos están mejor asegurados. Es verdad que nuestro mundo actual está demasiado familiarizado con la falta de espíritu fraternal y con sobredosis de violencia, discriminaciones e injusticias; por ello, creo más necesario que nunca avivar la cultura del hermanamiento. De lo contrario, la raza humana corre el peligro de extinguirse. Naturalmente, el más real de los gestos radica en que todos somos precisos e ineludible es la unidad.
Por encima de todos los progresos que nos hemos inventado, o nos han injertado los poderosos en vena, hace falta que el progreso ético o espiritual, tome las riendas de nuestras vidas. Los riesgos de la fragmentación del mundo, del quebrantamiento de la autoridad, de la ordinariez que nos maneja, olvida el espíritu que nos ha de fraternizar, y que no es otro que el respeto por el ser humano y su cultura. No sigamos retrocediendo. Mundialicemos el espíritu fraternal conforme al respeto de los derechos humanos, sin renunciar a las convicciones personales, pero también adhiriéndonos a otras, con la tolerancia de la diversidad, para poder superar tantas divisiones. En los últimos tiempos se han activado diálogos interculturales e interreligiosos, pero a mi juicio ha fallado la conciencia de hermanamiento, su valor de fraternidad espiritual y su alcance para el éxito de una globalización fraternizada.
Bien es cierto, que nunca es tarde para situar la fraternidad en el núcleo del desarrollo como convicción personal, para rescatar este sentimiento que proviene del alma más que del cuerpo, pero que se precisa para reconocer en nuestros semejantes tantas dignidades perdidas u olvidadas. En parte el mundo se está deshumanizando porque ha perdido ese espíritu de donación total de sí en el otro, de solidaridad fraterna, de gratuidad hacia los demás, de relación incondicional en definitiva. El día en que los seres humanos estén unidos entre sí, no hará falta luchar contra las desigualdades, contra nada ni contra nadie, porque nuestro diario de vida será una historia de cooperación, de compartir humana y espiritualmente; y, cada persona por sí misma, cambiará el compromiso social por la comunión fraterna.