Desde el Siglo de las Luces se ha cuestionado el poder despótico, su concentración omnímoda sobre de la voluntad de una mayoría ignorada cuyo designio quedaba supeditado a la caprichosa decisión de una persona.
Pensadores como Montesquieu, Jean Jacques Rosseau y Voltaire entre otros brillantes reformistas liberales contribuyeron a edificar las bases de un sistema democrático con poderes escindidos, a fin de evitar la concentración de criterios y toma de decisiones, en una sola persona.
Y en ese juego de espejos y equilibrios entre el poder ejecutivo, legislativo y judicial desmenuzado por Montesquieu estaba lo que Rousseau defendía por su carácter diametralmente imprescindible: “Como el soberano no tiene otra fuerza que el poder legislativo, solo actúa por las leyes. Y como las leyes no son más que actos auténticos de la voluntad general, el soberano solo podría actuar cuando el pueblo está reunido”.
El poder legislativo, defendía el pensador francés, en su obra cumbre “El contrato social” es el corazón del Estado, el poder ejecutivo es el cerebro que da movimiento a todas partes; “el cerebro puede caer en parálisis, pero el individuo puede seguir viviendo”.
Estos días de ola de violencia en las calles británicas recuerdan a las largas noches franceses con París ardiendo bajo las barricadas ciudadanas entremezcladas con la cólera y la frustración pero también muy al servicio de grupos extremistas que no siempre responden a intereses internos, sino que también se ponen al servicio de la influencia externa, que pretende romper a las democracias europeas.
Mientras Francia logra apaciguarse al menos momentáneamente gracias a los Juegos Olímpicos, en Reino Unido todo está de cabeza como si una especie de maldición lo hubiese atrapado desde que aquel aciago 23 de junio de 2016 fecha del referéndum del Brexit.
Ni su mentor David Cameron se libró de caer fagocitado por esa mala enfermedad separatista, rupturista y llena de odio y rencor. Fueron los años más negros para la política británica que vio pasar en cortos gobiernos a varios ministros tories incapaces de gobernar en medio de todo el caos, el desorden y la desazón creados por el mal divorcio con la Unión Europea.
El último en caer fue Rishi Sunak, tan mediocre como sus antecesores, solo lo supera Boris Johnson un ignorante de las leyes, de la Constitución y de la separación de poderes.
Darle a la democracia en la diana se está convirtiendo en el maquiavélico juego preferido de varios políticos mundiales obsesionados por demostrar que, sus egos, están por encima de las mayorías, de las instituciones, del Estado, de las leyes… en suma, de la esencia misma de la democracia.
El primer ministro, el laborista, Keir Starmer, ha heredado un auténtico desastre dejado por los gobiernos conservadores que no solo hicieron todo por sacar a Reino Unido de la UE, sino también, por destruir a la sociedad. Y si se destruye a la sociedad, se mina a la democracia.
Hasta China o Rusia parecen más civilizadas ahora mismo que Reino Unido; algunos dirán desde Beijing lo bien que lo hacen y alabarán su sistema político.
Lo más peligroso es que está aconteciendo en las gloriosas democracias occidentales, es decir, ya no son las críticas acostumbradas y recurrentes de la salud de los sistemas políticos de África, ni de América Central o América del Sur, o de China o Rusia.
A COLACIÓN
Para diversos autores, la grave crisis en las democracias europeas, es una consecuencia directa de la Gran Recesión; esa larga desaceleración y en muchos casos caída económica acentuada desde 2008 y que ha sido muy dolorosa.
Esa crisis erosionó la confianza de los ciudadanos hacia la gestión de sus propios gobernantes y ha dejado como resultado un incremento en los índices de desigualdad… ya se habla, sin disimulo, de pobreza (antes eran marginados o excluidos); y de tasas angustiantes de paro con un sistema de empleo contaminado de contratos temporales que cortan toda esperanza de los jóvenes por lograr un sueldo y un trabajo dignos.
Yo creo que bien vale la pena reflexionar, si las democracias occidentales, están dando las respuestas más eficaces a los desafíos actuales y futuros o si únicamente vemos peleas entre los partidos políticos y la prevalencia de intereses que a todas luces no representan el sentir de la mayoría. Lo que está en juego es la democracia esa que tanto costó construir tras levantarse contra el poder despótico. Esa que quería evitar que el poder recayera en la decisión de una sola persona.