Uno viene a la luz del mundo para recrearse, pero también para socializarse y hermanarse; o sea, para crecerse en el espíritu fraterno. Lo hace en una familia, que lo vincula para siempre, desde su mismo origen. Por tanto, está bien que los Estados tengan la obligación moral y legal de eliminar las leyes discriminatorias y aprobar otras que protejan a las personas en favor de esa vida colectiva que todos nos merecemos porque sí. Pero la cuestión es, conjuntamente, algo más profundo. De entrada, no podemos ir contra nuestra propia naturaleza humana. Estamos aquí para construir asociados un mundo, en unión y en unidad, con la luz imaginativa de este innato impulso creativo. Lo importante, en consecuencia, no son tanto los conflictos que puedan surgir, como la resolución de nuestras típicas debilidades, que al tiempo que nos fortalecen, nos acabarán despertando.

Reconozco que en el mundo de hoy, hambriento de amor verdadero, no sea fácil esperanzarse. Sin embargo, en cualquier esquina puede surgir una luz ilusoria, que nos ponga en movimiento para explorar el futuro de una nueva forma. Desde luego, esa vida en común, nos invita a proseguir con la audacia del saber, en la búsqueda de nuevos horizontes, al menos para conseguir sosiego interno y sonrisas en el alma. Del ocaso también se sale, sólo hay que querer hacerlo, y ponerse a dar vueltas y revueltas con la certeza de que el sol siempre sale para esclarecernos el camino. Lo sustancial es entenderse uno consigo y con los demás. Quizás tengamos que comenzar a participar en la lucha contra el aislamiento, cultivar más y mejor ese entronque soñador, que es lo que verdaderamente nos enriquece como seres pensantes.

Sea como fuere, nadie puede cambiar nada por sí mismo.  Necesitamos de ese empeño colectivo, el de hacer familia en común y de sentirnos como tal. Pueblos enteros sufren cuando no se planta cara a ese hálito que nos separa. Debilitar esa innata cohesión social nos deja sin sentimientos, para poder enderezar lo torcido de nuestra historia, que no es poco. Al fin y al cabo, el mundo es algo más que un poema a reconstruir, es un verso diario al que nos hacemos cada día con jubilosa esperanza. Por eso, es fundamental volver al corazón para verse y reconocerse y, así, poder entrar en una etapa de mayor conciencia, al menos para fortalecernos como humanidad. Ciertamente, nos falta sensibilidad y nos sobran aspas contaminantes, corruptas en su mayoría, que producen unos efectos tan preocupantes como mortecinos. Sin duda, no tenemos derecho a degradar algo que nos pertenece a todos. Ya está bien de accionar una silenciosa ruptura de los nexos de integración y de aproximación social, algo que la misma tierra nos requiere en cada instante que subsanemos, para que el quebrantamiento no se produzca.

En cualquier caso, hemos de observar esperanzados, que la verdadera sabiduría humana no debilita las reacciones ante un orbe que clama, junto a una buena parte de moradores que también sollozan en el desconsuelo permanente. Tal vez nos falte, eso sí, más empuje. Personalmente, también  reconozco que me llama la atención esta pasividad continua, altamente egoísta, ante este desbordante río de contrariedades y miserias humanas. No podemos continuar con esta inmoralidad que nos distancia. Se me ocurre pensar, justamente ahora, en ese huracán que discrimina a ese mundo migrante, en lugar de adoptar un espíritu de colaboración entre todos, de manos tendidas y puertas abiertas. Asimismo, también, debemos fortalecernos con la liberación de nuestras sociedades contra el tremendo veneno del rencor. Cuidado, además, con el uso de las nuevas tecnologías, para rastrear y controlar datos demográficos específicos, que puedan violentar los derechos a la intimidad, la libertad de reunión pacífica y asociación, la libertad de expresión o movimiento. El vuelo de la vida es lo que nos embellece como seres pensantes, no le pongamos grilletes.

Por tanto, lo significativo de esta vida en común, no está en dejar de pensar en los fines de nuestra acción, sino en ver que todo está relacionado, y que el auténtico cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza son inseparables de lo armónico, de la ecuanimidad y de la franqueza que nos tracemos entre sí unos con otros. Indudablemente, en las condiciones actuales de la sociedad mundial, donde imperan tantas desigualdades y cada vez son más las personas excluidas, privadas de derechos humanos básicos, el principio de la clemencia y el bien colectivo, ha de inspirarnos a la solidaridad y en una opción preferencial por los más necesitados. Esta expectativa implica, desde luego, que de no tomar espíritu de donación, la vida por si misma se convertirá en un abismo del que va a resultar muy complicado salir.

Víctor CORCOBA HERRERO / Escritor

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