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Ray Bradbury cargó consigo la historia de un bombero dedicado a quemar libros en un futuro insoportable, por lo menos cinco años antes de escribir Fahrenheit 451. Primero fue un cuento, luego una pequeña novela. La idea nunca terminaba de cuajar. Hasta que en 1952, peleando con la historia en una máquina de escribir arrendada en una biblioteca pública, se le apareció el protagonista: Guy Montag le dijo que se estaba volviendo loco, que él amaba los libros, no podía seguir quemándolos. El autor le aconsejó que hiciera algo al respecto. “Entonces, Montag escribió por mí Fahrenheit 451 en nueve días”, contó Bradbury.

Alegoría kafkiana de sus peores pesadillas culturales, la novela -publicada tres años después de Crónicas marcianas- terminó de situar a Bradbury entre lo más selecto de la ciencia ficción. Diez años después, François Truffaut llevó al cine la historia de Guy Montag, sumando otro ladrillo a la inmortalidad del libro. Bradbury también atesoraba la novela. Si aún no está hecho, en este momento debe estar tallándose en su tumba el epitafio que eligió: “Autor de Fahrenheit 451”.

Figura central de la literatura fantástica y ya reconocidamente indispensable en la narrativa americana del siglo XX, Bradbury falleció la noche del martes a los 91 años, en Los Angeles, EE.UU. Premiado con la Medalla de las Artes en 2004 y un Pulitzer a su trayectoria en 2007, junto a Issac Asimov y Arthur C. Clarke impulsó en los años 50 una renovación de la ciencia ficción. Bradbury, además, fue el principal responsable de la popularización del género.

Más allá de la distopía futurista de Fahrenheit 451, en su obra Bradbury exploró los temores y angustias del americano medio de posguerra a través de relatos de misterio, terror y fantasía. Su marca fue su exploración del espacio. Dotó al planeta Marte de un desolador imaginario a través de libros como El hombre ilustrado (1951) y, sobre todo, Crónicas marcianas (1952). A nadie le extrañó que en 2004 la Nasa le pidiera a Bradbury informar al mundo que la nave robot Espíritu había aterrizado en Marte.

“La ciencia ficción es la ficción de las ideas. Las ideas me entusiasman”, dijo a The Paris Review hace dos años, aceptando el género del que tanta veces rehuyó. En otra entrevista agregó: “Tengo ideas divertidas. Juego con ellas. No soy una persona seria. No me veo como filósofo. Eso sería muy aburrido. Mi meta es entretener”.

Demasiadas máquinas

Nacido el 22 de agosto de 1920 en Illinois, Ray Douglas Bradbury escribió su primer relato a los 12 años, inspirado por El Hombre Eléctrico, un personaje que llegó a su pueblo en un circo y le habló de vidas pasadas. Por esos días era un niño que sabía de memoria las historias de Tarzán y John Carter. Quince años después, su cuento Homecoming fue escogido como uno de los mejores de 1947, por un jurado en el que estaba, entre otros, un anónimo Truman Capote. Ese mismo año, Bradbury se casó con la mujer de su vida y publicó su primer libro de cuentos, El carnaval de las tinieblas.

El éxito sólo llegaría tres años después, con Crónicas marcianas. Con su esposa embarazada y sin nada de dinero, Bradbury golpeó las puertas de todos los editores de Nueva York. Nadie se interesó en sus relatos. Querían una novela. Les dio una: organizó los cuentos en torno a la idea de la conquista de los hombres de Marte y su colonización. Ambientada entre 1999 y 2026, incluye viajes espaciales, guerras con marcianos, bombas nucleares y la aniquilación de una civilización. Plagada de imágenes poéticas, es una aventura trágica.

“Cuando escribí Crónicas marcianas estaba describiendo el impacto de la llegada de Hernán Cortés a México, era una metáfora de la destrucción ocurrida 400 a 500 años atrás”, contó años después Bradbury. En 1952, los escritores Christopher Isherwood y Aldous Houxley le dieron su respaldo crítico. En 1955, en la edición española, Jorge Luis Borges se sumó a los elogios con un prólogo: “En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street”.

Al año siguiente incluyó en el libro Las doradas manzanas del sol uno de sus cuentos más citados y en el que puso en práctica la teoría del “efecto mariposa”: en El ruido de un trueno, un hombre viaja en el tiempo a la prehistoria, mata por error a una mariposa y al regresar al presente todo es diferente. Desde la ortografía al presidente. También en 1953, Bradbury recibió un llamado de John Huston. El director quería que adaptara al guión la novela Moby Dick, de Herman Melville. Bradbury no pudo negarse, pero recién esa noche leyó por primera vez el libro.

Nada raro. Educado por azarosas lecturas en bibliotecas, Bradbury forjó su propio camino en la historia literaria. Le dijo que sí a Steinbeck, Shakespeare, Poe, Verne y Huxley, pero un no rotundo a Proust, Joyce, Nabokov o Mann. De la misma forma, la oficialidad literaria demoró años en aceptarlo entre sus filas. Alguna vez le preocupó el tema. En 2010 ya no le interesaba: “Si supiera que a Norman Mailer le gustaban mis libros, me mataría. Me alegra que tampoco a Kurt Vonnegut le gustaran mis novelas”.

Autor de casi 30 novelas, 600 relatos, además de poemas y ensayos, Bradbury marcó para siempre la ciencia ficción con su tono existencial. Fue amigo de Walt Disney, influyó a Steven Spielberg. Estaba seguro de que el hombre volvería a la Luna y eventualmente llegaría a Marte. “La humanidad tendrá una nueva oportunidad en Marte”, le dijo a La Tercera en 2004. Al año siguiente, criticó públicamente a Michael Moore por citar a su novela en el título del documental Fahrenheit 9/11. Más que molestarse por el ataque a George W. Bush, al que él apoyó, consideró que era un robo. Nunca aprendió a manejar, no le gustaban los aviones. Odiaba internet. “Hoy tenemos demasiadas máquinas. Tenemos que deshacernos de esas máquinas”, dijo cuando Fahrenheit 451 fue publicado como libro electrónico.