Lo haré a propósito: no dedicaré mi última columna del año para hablar de economía,  finanzas,  educación financiera, geopolítica o geoeconomía, lo haré para hablar de humanismo, humanidad, sensatez y sentimiento.

Vivimos en un mundo condicionado a lo digital y cosido con intereses de por medio a relaciones cada vez más materialistas, sentimos que somos en la medida de lo que poseemos y vemos al otro como a un extraño amenazante capaz de quitarnos los  logros e inclusive robarnos el puesto de trabajo… hasta el aire que respiramos.  

            En esas murallas de egoísmo en las que nos guarecemos pertrechados como si estuviésemos en pie de guerra permanente -hoscos ante los demás-, desgraciadamente crece una impasibilidad hacia el dolor de los otros, hacia sus diferencias e incapacidades.

            En la encíclica “Laudato Sí” el Papa Francisco desmenuza a conciencia el árbol podrido de la discriminación, el odio, la xenofobia y el materialismo recalcitrante; el mismo que volvió a condenar hace apenas unos días en su mensaje disertando sobre  la Natividad.

            En ese crudo paisaje arbóreo resulta que día a día ganan más en derechos las personas homosexuales, los animales en los zoos, los que son explotados en circos, en las corridas de toros y por supuesto las mascotas.

            En contrasentido nos olvidamos de los derechos de los más débiles como los infantes (doblemente débiles si además padecen alguna discapacidad) muchos gritan por protección y no es nada más físicamente hablando sino también con leyes y programas más incluyentes para ellos.

            La infancia es el porvenir de la Humanidad, ¿qué clase de sociedad futura será construida con tanta violencia en ciernes?  Este año por desgracia ha sido significativamente violento para nuestros niños, el PNUD, UNICEF y ACNUR han dado cuenta a lo largo de los meses de números rojos, la maldita cifra fría que en realidad es un drama descarnado.

 Niños ahogados en ultramar huyendo de la guerra de Siria, otros montados en lomos de trenes que cruzan a lo largo y ancho del territorio  mexicano para llegar a como dé lugar a su particular sueño americano que muchas veces no es más que la prolongación del infierno.

            Niñas secuestradas en Nigeria, otras usadas como yihadistas atadas a bombas con el beneplácito de sus familiares;  estos infantes sufren lo inadmisible, no pueden ser felices como tampoco lo son muchos millones insertados en la pobreza rapaz, la hambruna,   la explotación sexual y laboral en millones de talleres clandestinos para pegar los botones de la ropa que nunca usarán.

A COLACIÓN

            Y si para estos pequeñines es difícil y peligroso ser niños imaginemos las dificultades dobles, triples y hasta cuádruples para quienes padecen alguna enfermedad congénita, discapacidad o deformación.

            Imagine a un menor sirio en silla de ruedas huyendo de las bombas en Alepo, por ejemplo,  si con muletas cuesta la movilidad intente ponerse un segundo en la piel del más vulnerable. O en los brazos mutilados de una niña afgana porque le estalló una granada o un bebé iraquí, postrado de por vida, víctima del terrorismo.

            Suponga por un momento que padece una enfermedad rara y a pesar de ello debe cruzar el Mediterráneo en una balsa improvisada en la madrugada con temperaturas bajo cero o el traicionero Atlántico porque el mar o el océano son su única vía de escape.

            Hace unos días en Valencia, un pequeño desvalido -un luchador a sangre y fuego-, no logró entrar con su silla de ruedas en un restaurante porque al parecer uno de los encargados se lo prohibió a su madre, argumentando que el suelo estaba recién fregado.

            A la madre no le quedaba de otra más que dejar a su hijo Adrián en el portal de la calle a fin de  recoger la comida para llevar;  ha sido una denuncia  en las redes sociales lo que ha puesto en  conocimiento de la vox pópuli este hecho tan bochornoso.

            Que además duele en la medida de la rabia entendida por una madre que todos los días debe enfrentar un viacrucis para desplazarse con su hijo no sólo porque la ciudad no está adecuada en su perímetro y su área para proporcionar cómodamente tales facilidades, sino porque la propia gente en su mentalidad obtusa no está abierta a ver con la mayor naturalidad posible a un discapacitado evitando maltratarlo, rechazarlo, en suma, discriminarlo.

            Ahora que todos queremos ser iguales o al menos eso simulamos ser y los derechos  caen como gotas de rocío desde las sedes legislativas, bien harían sus señorías en no olvidar que hay niños que quieren jugar y no pueden hacerlo porque los parques y jardines están llenos de dificultades tanto para ellos como para sus padres que son los héroes de la película. ¡Por favor, un minuto de humanidad!