Para mí, persona de acción ilusionante más que de sueños, abril es un mes reivindicativo, de despuntar recuerdos, de florecer deseos, de nacer porque alguien nos imagina, de hacer repaso de uno mismo, con la prudencia lógica para no desfallecer y arruinar el presente que es nuestro, lo poco que nos queda, y así encarar el futuro  y volver a ser primavera con el optimismo preciso, pero también necesario, para poder proseguir el camino, sobre todo, hacia sí mismo.

Y en efecto, este tiempo tiene dos onomásticas francamente meditativas. Por una parte, celebramos el Día Internacional de la Madre Tierra (22 de abril); y, al día siguiente, aclamamos el deseo de despertar el alma a través de los libros, con motivo del Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor (23 de abril).

Sinceramente, reconozco que me fascina esta época, con la enorme multiplicación de árboles, de todas las especies; y de libros, de todas las ramas del conocimiento, lo cual no deja de ser esperanzador, porque tal vez  podamos despertar, pues vivimos en un periodo fascinante, pero también muy peligroso. El ser humano se ha vuelto opresor. Domina la tierra a su antojo antes de haber aprendido a dominarse a sí mismo. Se cree Dios, y en lugar de pensar en socorrer a su mismo hábitat y a su misma especie, utiliza el egoísmo, la altanería, como abecedario de sus andanzas, en vez de haber aprendido según la naturaleza, es decir, de acuerdo con la ética y la estética, o si quieren, con la moral y la virtud. Por eso, es tan importante interpelarnos y requerir árboles para el planeta y libros para el ser humano. Sólo así podremos avanzar.

                Si un libro es un sol naciente para nuestras vidas, también los árboles son una fuerza reconstituyente, en la medida que nos ayudan a respirar aire limpio y a contrarrestar la pérdida de especies. En consecuencia, nos llena de alegría que el tema de este año tenga como objetivo plantar 7,8 millones de árboles en los próximos cinco años. No olvidemos que la “Madre Tierra” es una expresión común utilizada para referirse al planeta en diversos países y regiones, lo que demuestra la interdependencia existente entre los seres humanos, las demás especies vivas y el orbe en el que todos habitamos. Por consiguiente, la humanidad debe reconocer que ha llegado el momento de servir al astro  y de dejar de utilizarlo en beneficio de nuestro afán especulador. Lo mismo sucede con los textos escritos, ha llegado el momento, no solo egoístamente de crear, también de compartir sabiduría y conocimiento, más allá de las fronteras y las diferencias, de las culturas y de los cultivos.

                Indudablemente, los actos contra la naturaleza siempre pasan factura al ser humano. Si en verdad, por tanto, utilizásemos los libros como cauce comprensivo y de respeto, ya que ellos mismos encarnan la diversidad del ingenio humano, seguramente, veríamos en el gran libro del cosmos, esa sensación armónica que se respira en cada momento, y que contribuye a verbalizar que somos una sola familia en una atmósfera diversa, donde todos tenemos cabida, y donde todos merecemos respeto y consideración, simplemente por lo que somos, una historia viva y un patrimonio humano para forjar un destino común. De ahí que, como ya decía el gran orador y político Cicerón en su tiempo, la naturaleza haya puesto en nuestras mentes un insaciable deseo de ver la certeza, dado que en ella nada hay superfluo, hasta el punto que la propia maldad se considera esencialmente antinatural.

                Sea como fuere, produce un inmenso dolor pensar que los seres humanos no escuchen a la creación, no se dejen entusiasmar por ella. Realmente, hemos perdido nuestra capacidad de asombro, de contemplación, de lucidez por lo verdaderamente espectacular. Somos tan insensibles, que nuestra propia vida humana, muestra una indiferencia total, ante algo tan noticiable como el acaparamiento de tierras, la deforestación, la apropiación de agua, los agrotóxicos inadecuados, que están poniendo a la comunidad rural en riesgo de extinción. Idéntica situación viven las ciudades, cada día con menos espacios públicos, con menos parques y jardines, que hacen aún más difícil la convivencia. Confiemos en que la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Vivienda y el Desarrollo Urbano Sostenible (Hábitat III), que se celebrará en Quito en octubre de 2016, sea una oportunidad para examinar un nuevo programa urbano que pueda aprovechar el poder y las fuerzas que impulsan la urbanización y movilizarlos en aras del bien colectivo.

                La sociedad, sin duda, sería un libro perfecto si ciertamente nos iluminásemos unos a otros, desde la autenticidad y la libertad debida. Por desgracia para toda la especie, vivimos en una sociedad profundamente dependiente de la ciencia y la tecnología, sin que pueda nadie sustraerse a su influjo, subrayando la urgencia y la necesidad de un cambio radical en el comportamiento de la humanidad, porque los progresos científicos por extraordinarios que sean, o las proezas técnicas nos resulten sorprendentes y el crecimiento económico portentoso, si no van acompañados por un auténtico progreso social y moral, se vuelven más pronto que tarde contra todo ser humano. En tiempos revueltos, como los actuales, precisamente son los libros, como dice la Directora General de la UNESCO, Irina Bookova, “los que representan la capacidad humana de evocar mundos reales e imaginarios y expresarlos en palabras de entendimiento, diálogo y tolerancia”; siendo símbolos de expectativa y de coloquio que debemos valorar y defender, máxime cuando la expansión cada vez más rápida del poder tecnológico, el crecimiento explosivo de la población mundial, y los patrones insostenibles de consumo y producción representan problemas sin parangón para nuestro medio ambiente.

                Desde luego, no puede haber una sociedad floreciente y esperanzada cuando la mayor parte de sus miembros se mueven en la exclusión, como un producto más de mercado, donde el final perverso de las cosas nos deja sin alma. Si el progreso, para ser avance, necesita el crecimiento moral de la humanidad, es evidente que para el discernimiento hace falta poner en práctica la lectura de buenos libros, que nos hagan entrar en diálogo entre lo que nos dicen algunos autores y nuestra propia conciencia que contesta, puesto que siempre va a ser el mejor libro de moral a nuestro alcance. Al final, los recuerdos que nos dejan los valiosos volúmenes, unas veces escritos por el ser humano, otras veces firmados por la naturaleza que también nos habla a poco que le prestemos atención, son más sustanciales que cualquier hazaña.

                Sería trascendental, efectivamente, poner en activo el futuro del libro, promoviendo la lectura entre los jóvenes y los grupos marginados; como también sería significativo, por ende, cambiar estas políticas económicas destructivas, que están sometiendo al mundo natural a su control, para que unos pocos privilegiados acumulen riquezas a titulo particular, a expensas de la mayoría empobrecida, subrayando que la economía debe estar al servicio del bienestar general de todos, incluida la Madre Tierra, en un ciclo tan catastrofista como el presente en que la conservación de la habitabilidad de nuestro mundo está en riesgo. ¡Sacudámonos de la ensoñación destructora!¡Retornemos a la cognición!