Desde mediados de la década de los 80, los gobiernos neoliberales emanados del PRI (1982-2000) y del PAN (2000-2012) han venido insistiendo en que, para recuperar el crecimiento perdido en el país desde principios de esa misma década, se hace necesario sacar adelante una serie de reformas legales de carácter estructural, que adecuen el marco jurídico a las necesidades de los tiempos actuales y la globalización.

Las así llamadas reformas estructurales las han definido los gobiernos neoliberales de acuerdo con sus prioridades y criterios; es decir, que la interpretación de los términos reforma y estructural, separados o juntos, no corresponden a la connotación  que éstos les pretenden imprimir. Para el diccionario, reformar significa modificar algo para mejorar o innovar, mientras que estructural significa relativo a la distribución y orden de las partes que componen un todo. Lo anterior quiere decir que, entendidas en el contexto del desarrollo nacional, las reformas estructurales deberían ser aquellas que buscaran modificar las condiciones actuales de nuestro marco jurídico para mejorar las condiciones económicas y sociales del país y de la sociedad mexicana. Pero en lugar de ser definidas exclusivamente por quienes desde el gobierno las pretenden impulsar como vía única para mejorar las condiciones del país o superar la crisis en que esos mismos gobiernos lo han sumido, debieran ser el resultado de una amplia consulta con los grupos más representativos de la sociedad.


Pretender, como se hace ahora, que desde el Ejecutivo, o desde el Congreso, con mayorías parlamentarias que no representan el sentir de los más amplios grupos de la población, sino que responden a los designios y directrices presidenciales de los partidos políticos a los que pertenecen, o de los grupos de poder que hicieron posible que quedaran anotados en las listas de candidatos plurinominales, de ninguna manera significa que legislen pensando en los intereses y prioridades de las grandes mayorías del país.

En ese contexto, cuando los titulares de los gobiernos salientes y entrante hablan de “reformas estructurales” resulta indispensable definir el significado de lo que las mismas pretenden; lo que a los ojos de los analistas está claro, pero no necesariamente de la inmensa mayoría de los ciudadanos.

Las “reformas estructurales” pendientes para los arquitectos de la política neoliberal mexicana se centran en tres ámbitos: la reforma laboral, la reforma energética y la reforma fiscal. Las tres son parte de una serie de medidas que buscan facilitar la consolidación de los intereses de los grupos financieros y económicos más importantes del país y a nivel mundial, sin establecer como prioridad para ello el respeto y la reivindicación de los intereses y los derechos humanos de la mayor parte de la población, incluidos: los trabajadores del campo y la ciudad, las mujeres dedicadas al hogar, los adultos mayores, los jóvenes y niños, y las personas con capacidades diferentes.

Así, como ha quedado ya claro, la iniciativa preferente de reforma laboral enviada por el presidente Felipe Calderón al Congreso, que se encuentra en proceso de dictamen en la Cámara de Senadores, después de haber pasado por la de los Diputados, pretende en esencia adecuar la Ley Federal del Trabajo a las demandas de las organizaciones patronales del país y a las recomendaciones de los representantes de los organismos financieros internacionales: la contratación a prueba, para labores discontinuas, la subcontratación por horas (outsorcing), la desaparición del salario mínimo diario y su sustitución sobre la base del salario mínimo por hora, actualmente  de 7.47 pesos; la eliminación del sábado y/o domingo como días de descanso obligatorio, en función de las necesidades de trabajo de la empresas, sin que se confiera el derecho al pago de la jornada doble o una prima extra; el debilitamiento de los sindicatos a partir de la introducción del derecho a la subcontratación, el alargamiento de los juicios laborales, la reducción de  los salarios caídos a un periodo de un año, aun cuando los juicios obrero-patronales se alarguen más allá de ese tiempo, la discriminación en contra de los y las trabajadoras domésticas, al no obligar al patrón a avisar por escrito sobre la recisión del contrato, son entre otras, medidas regresivas que favorecen los intereses de los grandes empresarios y afectan los de los trabajadores en su conjunto.

Por su parte, las reformas fiscal y energética, anunciadas ya como prioridades del gobierno que encabezará Enrique Peña Nieto, buscarán también atender las demandas de los teóricos del neoliberalismo económico y los intereses del los grupos financieros y económicos del país y trasnacionales, sin considerar los puntos de vista de quienes demandan un proyecto de desarrollo que anteponga los intereses de las mayorías de la población.

La esencia de la reforma energética que se buscará desde el gobierno de Peña Nieto se centra en la intención de abrir Pemex, y de paso la Comisión Federal de Electricidad, a la inversión privada, con el argumento de que el gobierno de la República no cuenta con los recursos financieros para hacerlo por sí mismo, y de que Pemex carece de la capacidad técnica y tecnológica para poder aprovechar los importantes yacimientos descubiertos en las aguas profundas de los mares territoriales nacionales.

En este tema es importante recordar que durante décadas Pemex desarrolló el conocimiento y tecnología necesarios para constituirse no sólo en palanca para el desarrollo nacional (entre los años de su expropiación y finales de la década de los 70 del siglo pasado), sino también en una de las empresas petroleras integradas verticalmente más eficientes del mundo. Esos logros se dieron todos con el exclusivo esfuerzo y las capacidades de técnicos y trabajadores mexicanos. La misma argumentación opera en relación con la CFE. Y si hoy ambas empresas se encuentran en crisis y en quiebra técnica, es porque los gobiernos que las han administrado desde principios de los 80 y hasta la fecha así lo permitieron; siempre con el objetivo en la mira de transferirlas parcialmente o totalmente a la inversión privada.

Pero además, en sus intenciones de abrir estas paraestatales al capital privado no se hace mención de la forma en que se pretenden sustituir los ingresos fiscales que Pemex le genera vía impuestos al país, y que ascienden a 40 por ciento de los ingresos totales recaudados por las autoridades hacendarias. Es obvio que cualquier inversionista privado que tuviera interés en invertir en las actividades hoy reservadas a Pemex, exigiría un trato fiscal equivalente al de otras actividades económicas.

Por su parte, la reforma fiscal que se pretende debiera considerar no sólo reducir su dependencia fiscal de Pemex, y no para que las utilidades que ésta genera vayan a parar a los bolsillos de inversionistas privados, sino que sirvan para impulsar de manera directa la inversión en la infraestructura pública que el país requiere. Además la reforma fiscal de carácter estructural, lejos de fincar sus exceptivas de incremento en la recaudación del Impuesto al Valor Agregado generalizado a todos los productos de consumo, debiera hacerlo a partir de terminar con los regímenes de excepción que se han construido a través de los años para beneficiar a los grandes grupos financieros y económicos del país, tal como los ha acreditado de manera sistemática la Auditoría Superior de la Federación.

Es un hecho inamovible que el próximo primero de diciembre tomará posesión del gobierno de la República Enrique Peña Nieto y que estará al frente del mismo durante los siguientes seis años. Es también un hecho irrefutable que la inmensa mayoría de los mexicanos demandamos que las situación en el país mejore en el corto plazo, y en ese sentido todos deseamos que le vaya bien a Peña Nieto para que la vaya bien al país. Sin embargo, eso no quiere decir que se le esté entregando un cheque en blanco a su gobierno, ni apoyando sus pretensiones de impulsar una serie de “reformas estructurales” que de antemano resultan contrarias al interés nacional.

Es por ello indispensable que las iniciativas que en estas materias presente el próximo titular del Ejecutivo al Congreso antes de ser dictaminadas sean ampliamente revisadas por especialistas y académicos de todas la ideologías, así como sometidas a una gran consulta nacional en cada caso.