La invasión de la vida silvestre es un mal presagio. Precisamente, la organización de Naciones unidas, que proclamó el día 3 de marzo como día mundial de esta existencia salvaje que nos circunda, acaba de poner de relieve un mensaje directo y firme, en relación a este poético patrimonio.
Considera el momento de tomar en serio los delitos que se vienen produciendo contra la fauna y la flora, comparable a otros perniciosos modelos como la trata de seres humanos y el tráfico de drogas, artículos falsificados o el absurdo comercio de armas.
Al parecer, tienen pruebas sólidas de que hay una participación creciente de redes de delincuencia organizada y grupos armados, que todo lo contaminan y lo extinguen para su goce o enriquecimiento personal, teniendo presente que los bienes que la naturaleza proporciona a todos han de ser respetados también porque forman parte de la hacienda común de toda la familia humana. Bajo esta profunda convicción, de que la preservación de estos bienes naturales requiere que su sociabilidad, inherente a su propio estado originario, se active lo antes posible a este escenario mundial globalizado. No olvidemos que los bienes indispensables para la vida de cada uno, son de todos, como el aire mismo que respiramos. Por consiguiente, combatir estos delitos, no sólo es esencial para nuestra propia existencia, sino también para la conservación y el desarrollo de la propia especie humana. Obviamente, las naciones tienen que hacer valer su estado de derecho, pues estamos ante un interés universal, de modo que el uso de esta riqueza redunda en el bien de la humanidad.
Quizás más que nunca sea necesario hacer circular por los caminos de la vida aire limpio. De un tiempo a esta parte, todo parece estar contaminado. La gente no puede respirar libremente y hay una pesadez en la atmósfera que nos deja sin fuerzas y, lo que es peor, sin ganas de dar oxígeno a la mente y al alma. Ciertamente, el ser humano tiene que cuidar mucho más esa naturaleza salvaje que le acompaña, que está ahí esperando nuestra mano protectora, en lugar de nuestro abandono o explotación abusiva. Si la maltratamos, ella también nos maltratará. Necesitamos sus pulmones, sentirnos aliviados por tantas fuerzas invasoras que continuamente amenazan ese universo silvestre, tan variado y, por ende, tan apetecible para nuestra propia naturaleza de caminantes. Nuestra vida misma es un camino hacia nuestro interior, y dentro de nosotros mismos, hay un espíritu salvaje que hemos de amansar, con la libertad necesaria, pero con un ánimo de respeto y estima hacia todo lo que nos acompaña. En cualquier caso, todos estamos obligados a ser mejores personas, mejores ciudadanos. A propósito, la escritora chilena Gabriela Mistral (1889-1957), recomendaba una serie de tareas, que no me resisto a transcribirlas, aunque sea nada más que para recordarlas: ” Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú. Donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú. Donde haya un esfuerzo que todos esquivan, hazlo tú. Sé tú el que aparta la piedra del camino”. Qué gran verdad para llevar consigo, sobre todo cuando el camino de la corrupción y del vicio, es tan ancho como espacioso.
Indudablemente, tenemos que adentrarnos mucho más en la belleza de las cosas para comprender lo que es saludable para toda la humanidad. Hemos de volver al verso, a la poesía, al auténtico camino silvestre de la naturaleza que nos circunda. Tal vez el primer paso para la solución de problemas, aparte del optimismo como aliento, sea el de aprender a valorar lo que nos rodea. Quien no ama lo que le envuelve difícilmente merece vivir. Con la naturaleza, que no es de nadie y es de todos, no se comercializa. De pronto, mal que nos pese, todo parece estar en peligro. Nosotros estamos viviendo un momento de deriva, de descontrol; lo vemos en el medio ambiente, pero también en el propio ser humano. Nuestro específico manto silvestre cada día está más desértico. Algunas de las especies más carismáticas se han extinguido ya o están a punto de extinguirse de inmediato. El ser humano no puede coexistir armónicamente bajo el imperio del engaño. Nosotros tenemos la obligación de custodiar esta belleza campestre, selvática, por encima de una cultura que todo lo destroza sin miramiento alguno. Es hora de actuar, de que dejen de dominar en el mundo las dinámicas de una economía putrefacta y de unas finanzas carentes de ética. El dinero tiene que dejar de gobernarnos. ¡No puede ser así!. Vuelva a la vida lo que es de la vida. Desvivámonos por celebrar la belleza y la variedad de la flora y la fauna que nos guarda en cada esquina. Creemos conciencia acerca de esta necesidad y no expropiemos, a nuestro antojo, lo que es un bien social para todo el linaje. A veces pienso, que aún la naturaleza es un arte desconocido para el ser humano. De lo contrario, no tiene sentido el papel pasivo e indiferente de la ciudadanía ante un persistente comercio ilegal de vida campestre.
Esta concepción natural de la existencia silvestre, orientada hacia toda la familia humana, precisamente se hace fértil cuando se despoja de soberbia y toma la humildad como abecedario de entendimiento. Puede que la cooperación entre naciones resulte vital para la protección de ciertas especies, sobre todo contra su explotación excesiva mediante el comercio internacional, pero es el propio ser humano el que tiene que concienciarse de la gran riqueza estética, científica, cultural, recreativa y económica, que genera este mundo rústico, que continuamente nos viene lanzando llamamientos ante nuestros abusos. Está bien que cultivemos, es parte de nuestro proyecto existencial, pero cultivar no es derrochar y mucho menos eliminar nada. Si escucháramos mucho más a ese universo salvaje, estoy seguro que tendríamos otra pasión y también otra dedicación. Produce un inmenso dolor pensar que nuestro propio hábitat nos habla, mientras la especie humana apenas presta atención a sus lenguajes, contribuyendo a acrecentar el negocio, por ejemplo el de la subasta de marfil o cuernos de rinoceronte ilegales. Si estos productos, y tantos otros, tuviesen un origen legal y se hubieran obtenido de manera sostenible, nuestro patrimonio natural dejaría de resentirse, y todos estaríamos cuando menos más sosegados.
La humanidad, ciertamente, ha logrado avances, pero también retrocesos. Uno de las grandes regresiones es el medio ambiente y, con ello, la vida silvestre tan ahogada como acosada por un indigno desarrollo de temores, discriminaciones, explotaciones absurdas e injusticias, que hacen la propia vida irrespirable. Si importantes son las personas, también su hábitat, que pide a gritos civismo, gobernanzas eficaces, aplicación de las normas internacionales, coherencia e implicación de todos los ciudadanos. Hasta ahora, todas las voces han reclamado una agenda centrada en las personas y con conciencia planetaria que asegure el respeto de la dignidad humana, la igualdad, la ordenación del medio ambiente, economías saludables, la libertad para vivir sin miseria y sin temor y una asociación mundial renovada para el desarrollo sostenible. El discurso público está ahí, lo que falta son las acciones que han de ser contundentes, con determinación y valentía, para lograr el objetivo de un medio ambiente digno para una existencia digna, que no deje a nadie sin respiración. Al fin y al cabo, somos tan silvestres como una amapola, lo que sucede es que algunos cruzan el campo y solo ven pétalos para sus labios. Y es que el egoísmo, aún no sabe nada más que amarse a sí mismo. Qué lejos queda el compartir.