Se acerca el momento de los buenos deseos, de los días impregnados de un singular clima poético, donde la mística y las emociones acrecientan su espacio de recuerdos y añoranzas.

Tanto es así, que resulta imposible permanecer impasible ante la abundancia de signos litúrgicos y no litúrgicos, que nos llaman a celebrar, con una carga de sentimientos enorme, estas fechas en las que todo parece volverse más bondadoso, más fraterno, más humano en definitiva.

Reconozco que ese impulso positivo me anima, lástima que no continúe a lo largo de todo el año, tan rebosante de gratuidad hacia la misma especie y de gratitud hacia lo que nos rodea. Sin embargo, confieso, que lo que me aleja es que en el astro sus moradores sigan haciendo valer sus raciones de egoísmo, prefiriéndose a sí mismos, junto a los suyos y nada más que con los suyos, como si el globo fuese de unos pocos. Naturalmente, uno tiene que poseerse, pero también tiene que saber donarse, sin obviar que la vida se compone de cosas pequeñas y de cosas llevadas a cabo entre todos. Nadie es protagonista de nadie y todos somos protagonistas de todos. He aquí la cuestión de la genuina felicidad Navideña, el contemplativo camino de ver más allá de las tinieblas.

Si me lo permiten, en esta Navidad 2014, yo también siento la necesidad de enviarles a ustedes, pacientes lectores de mis desahogos, unas afectuosas palabras salidas del corazón, que es realmente el lugar donde nace Jesús a diario, y en cada uno de nosotros. Reciban, pues, unas efusivas gracias por leerme, mejor diría por beberme, porque son ustedes los verdaderamente creativos, los que me alientan a seguir siendo ese manantial de verbos, que propago por el cauce de la vida. Sin ustedes que salen con la mirada predispuesta a hacer una pausa, en este orbe de prisas, tendría poco sentido la siembra. De este modo, alargan, con sus casi siempre acertadas puntualizaciones, la reflexión que, al fin y al cabo, es de lo que se trata. Sí, de que todos meditemos, de que todos ahondemos en el pensamiento serenamente. No olvidemos que sólo tiene importancia aquello que nos hace recapacitar desde la escucha más comprensiva. Ha llegado el momento de entenderse, de respetarse, de sintonizar con el que piensa distinto. Tenemos que convivir y hemos de hacerlo con más poesía que poder. La Epifanía únicamente tiene razón de existencia en la medida en que nos haga madurar sobre el espíritu del gozo, de la esperanza, de la luz.

Evidentemente, esa sublime satisfacción germina de nuestra propia ofrenda, de nuestra nívea generosidad, de nuestra capacidad de entrega a los demás. Esta misión, porque indudablemente somos seres humanos con un cometido de auxilio, de acompañamiento, ha de brotar de la sencillez, del camino de la pobreza, del mar de la purificación. Todo lo recibido es gratuito, también este espíritu auténtico de la Natividad, no hace falta predicación alguna, sólo dejarse llevar por la certeza interior que nos habita. No debemos, pues, transitar con miedo a la hora de entregarnos, algo que rompe los esquemas humanos del interés, porque al fin la experiencia será única, y aunque nos empequeñeceremos, habrá valido la pena de entender que no somos un mercado, donde todo se compra y se vende, que somos personas dispuestas a abrir el corazón para que entren los que no saben dónde llorar. Este es la fehaciente Advenimiento, el verídico retorno del ser humano abrazando gratuitamente a su mismo ser humano, a su mismo tronco, a su misma vida. Esta es la gran fiesta de la fraternidad, de la conciencia de hermanamiento, para ello uno tiene que saber meterse dentro de sí, vivir dentro de sí, amarse dentro de sí, conocerse dentro de sí. Sólo quien ha experimentado tal alegría puede ofrecerla, es más, está obligado a participarla de manera natural, porque el júbilo del alma se transmite por sí mismo, sin querer, en los ojos de todos.

Esta es la referencia y el referente de la efectiva Navidad, la de un niño que es amor, inocencia visible para unos moradores en camino, que da sentido y orientación a nuestras vidas. La gratitud es grande, quizás no tengamos palabras para responder y describir tan profundo sentimiento. Ciertamente el corazón se queda sin verbo, pero es, en la honda mirada, donde se descubre ese niño bondadoso, dispuesto a que lo hagamos presencia y presente en nuestro diario acontecer, no como algo propio, sino como algo que se nos ha legado a todos y para todos. Viendo a ese indefenso crío en los portales del planeta, pensemos una vez más en tantos humanos desamparados, que son víctimas de contiendas inútiles, en los ancianos, en los enfermos, en la multitud de seres humanos maltratados por el propio ser humano. En lugar de ser destructores deberíamos ser constructores de vida. Nunca es tarde para hacerlo. Además, nunca perdamos la pujanza del niño que todos llevamos dentro. Bajo este brío naciente hemos de emprender el camino del diálogo, para cobijar el abecedario de la convivencia, con la gratuidad de los que nada tienen y con la gratitud de sentirnos hermanos. Quien desea que la estrella de la paz aparezca y se detenga sobre la sociedad, tan necesitada de consuelo, contradiga y rechace toda forma de opresión y ramplonería. Nadie puede ser objeto de dominio y de sumisión, porque la gratuidad ha sido extensiva a toda alma para bien de todos. No es propiedad de nadie.

Por eso, cuando la gratitud es tan patente dicen que las palabras sobran, quizás sea cierto, pero como reverdece siempre en la tierra buena de los humildes, permítanme evocar el espiritual peregrinaje de no pasar de largo ante el Niño de Belén. Dejemos que nuestro corazón vibre, se mueva y se conmueva alrededor de la ternura, dejémonos acariciar por su silencio; y, por un momento, abandonémonos de mundo y amparémonos en ese Niño-Dios para sentir de cerca la gloria del Creador, un cántico que une cielo y tierra, elevando las plegarias en un haz de convivencia y armonía. Por consiguiente, les invito a todos los lectores a hacer suya esta invocación. Que cada ser humano se ocupe y se preocupe por el prójimo más próximo. Con la humildad realice su propio deber, sin otra pretensión que la de donarse sin más. A esto es lo que nos invita la Navidad, a ser mejores con nosotros y con nuestros semejantes. Sería un buen propósito, para poder despojarse de esta humanidad atormentada, que habla lenguajes diversos y paradójicos, que se contradice así misma tantas veces y no atina a verse en la concordia, que navega desorientada ante el cúmulo de ambiciones que nos atrofian. Bajo el soplo de la alianza, agradeciendo a la llama su irradiación, pero sin excusar al quinqué que sufrido le sostiene, lo que nos hace revivir una vez más, que el regocijo del don recibido por puro amor se anuncia con amor. En consecuencia, todo se reduce al amor de amar amor. Ya lo sabíamos, ahora bien conjuguémoslo y hagámoslo realidad. Dicho queda.