Todos llevamos un niño dentro a través de los ojos del corazón. Pienso que es bueno conservarlo, lo cual quiere decir que al menos el espíritu del entusiasmo está garantizado. En cualquier caso, creo que necesitamos de vez en cuando volar, sentirnos con las alas de la vida vivos, ascender en busca de aquello que se desea, respirar la inocencia, aunque luego te quieran despertar a bofetadas. Precisamente, hace unos cuantos años, los moradores del planeta tuvieron la feliz idea de hacer una justa proposición a todos los niños, se trataba de hacer todo lo posible para proteger y promover sus derechos a sobrevivir y prosperar, a aprender y desarrollarse, para que se hagan oír y alcancen su pleno potencial. Es por ello, que coincidiendo con la fecha de su día universal (20 de noviembre), se me ocurre reflexionar sobre el grado de cumplimiento de tales ofertas.

El pueblo que, jamás olvida las promesas, sabe bien que una cosa es predicar y otra dar trigo. Por lo pronto, cada día mueren más de diecisiete mil niños por causas que podríamos evitar y, que también, antiguas y nuevas dificultades se han combinado para privar a muchos pequeños de sus derechos y de los beneficios del desarrollo. Por desgracia, los datos nos indican que la situación de muchos chavales ha empeorado. Algunos nunca llegarán a celebrar su próximo cumpleaños, nunca terminarán la escuela y nunca conseguirán sus sueños. Desde luego, los adultos se lo hemos puesto muy difícil a este mundo de la inocencia. Por mucho que se hable de progreso, tiene bien poco sentido este necio diálogo, mientras haya niños con mirada triste, bañados en sus propias lágrimas. Indudablemente, no sirve con hacer únicamente proclamas de que “no puede haber una tarea más noble que la de dar a todos los niños un futuro mejor”, hace falta obrar para que el compromiso de llevarlo a buen término tenga su concreción de resultados positivos.

Los sueños y los anhelos de un mundo mejor para la infancia deben hacernos recapacitar a toda la especie, puesto que el futuro de la humanidad pende de su aliento. Ellos son el recurso más importante de futuro, la mejor esperanza. Si en verdad queremos aspirar a un orbe más equitativo y armónico, hemos de propiciar espacios para que los niños puedan vivir sin sobresaltos, bajo el amor preciso y el precioso calor de sus progenitores, la atención y el cuidado necesario para dar los primeros pasos en la vida y para tener una educación básica de buena calidad y, en la adolescencia, amplias oportunidades para abrir nuevos horizontes, bajo entornos favorables y seguros que los ayude a transformarse en ciudadanos comprometidos e íntegros. Así ha de ser el planeta que se merecen los niños y que los adultos tienen la obligación ineludible de implantar como ciudadanos del mundo.

A mí me gusta decir que en una sociedad bien hermanada, son los niños y los ancianos los que han de gozar de mayor protección social, y quizás de mayores privilegios. Los niños, ciertamente, porque son el porvenir del linaje; y los ancianos, igualmente, porque son las raíces de nuestro sustento, de nuestra sabiduría, que es el cabal soporte para continuar con la estirpe. Nunca como ahora es preciso reafirmar el derecho de los niños a crecer en una familia estable, con unos progenitores capaces de activar un ambiente de hogar para su normal desarrollo y su madurez efectiva. Esto exige, al mismo tiempo, el apoyo de las instituciones de los Estados hacia el derecho de los padres a la educación en valores de sus hijos. Los errores (y los horrores) de la manipulación educativa no se pueden permitir. Hay que formar ciudadanos libres, lejos de cualquier camino dictatorial, que más que un campo de formación, se convierte en un campo de adoctrinamiento de pensamiento único. No olvidemos que los niños son la mejor luz, que obviamente tienen que ir progresando, madurando, pero respetando siempre su identidad humana y su autonomía como personas en crecimiento.

Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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19 de junio de 2014