A raíz de un evento interactivo que se realiza en la sede de la ONU, “Somos Familia: educar a nuestros hijos para un mundo más seguro”, para conectar a los jóvenes en todo el mundo, con motivo del el Día Internacional para la Tolerancia (16 de noviembre), se me ocurre interrogarme, e interrogar también al lector si me lo permite, sobre esta cuestión: ¿Estamos preparados para disculpar los defectos de los demás? ¿Es necesario reparar en ellos?. El aguante es esa sensación incomoda de que al final el otro pudiera tener razón.
A veces, en el camino diario de la vida, nos encontramos con un sin fin de signos que son una auténtica contradicción, y máxime hoy en día, que la cultura dominante es individualista, centrada más en los derechos individuales que en los colectivos, para que todos podamos convivir sin miedo en la diversidad. Evidentemente, ser tolerantes es algo que debe activarse permanentemente, y ya desde la infancia ha de aprenderse, para contribuir a que las generaciones venideras conformen un planeta más justo, con menos violencia y sin discriminación.
Sí en verdad queremos estar preparados para poder disculpar los defectos de los demás, hemos de tener claro y de reconocer los derechos humanos universales y la complejidad de los pueblos. Yo mismo reivindicaba en un artículo reciente al individuo como pueblo, no como masa, convencido de que solo podemos avanzar como familia de familias, o si se quiere como comunidad de países, con sus singularidades culturales, pero indudablemente tenemos que recurrir a la solidaridad, o a la fraternización humana, reconociendo que absolutamente todos, sí toda la especie, compartimos un destino común. Por eso es tan importante la condescendencia, comprensión y hasta la misma bondad; puesto que, benevolencia -como decía Antonio Machado- “no quiere decir tolerancia de lo ruin, o conformidad con lo inepto, sino voluntad de bien”. Efectivamente, esta energía positiva ha de partir del entendimiento y del respeto recíproco de todas las partes en cuestión. De ahí la importancia de educar para la convivencia desde la pluralidad de cultos y cultivos, como un manantial de creatividad y de renovación para todas las sociedades.
Por supuesto, sí todos somos imperfectos y necesitamos de esa clemencia de nuestros semejantes, luego por la misma razón hemos de tolerar los defectos del mundo, hasta poder encontrar la solución global que nos permita ponerles remedio. Para ello, indivisibles unos y otros, tenemos que dar ese paso efectivo, tan vital para el momento actual, en la búsqueda del restablecimiento de los sanos principios avivados por Naciones Unidas. En todo caso, tampoco se puede tolerar el mal, porque causaría trastornos mayores y dejaría de ser un bien. Este es un gran reto en los tiempos reinantes, ya que en nombre de un falso concepto de disculpas o de tolerancias, en ocasiones se termina persiguiendo a los que defienden la verdadera autenticidad del vinculo comprensivo que ha de unirnos en el viaje compartido hacia un futuro armónico y esperanzador para toda la especie. Precisamente, la diplomacia tan fomentada desde los gobiernos, considerada como llave maestra de entendimiento o arte de lo viable, se basa en la constante convicción de que la armonía se puede alcanzar antes con la mano tendida que con demostraciones de fuerza, con la escucha en lugar de los reproches, con el diálogo en vez de dar la callada por respuesta.
Sabemos que la paz no es simplemente ausencia de guerras, sino que es obra de justicia, de tolerancia y de solidaridad. Y la justicia, como principio, requiere la disciplina de la entereza más paciente. No se trata de que olvidemos los defectos de los demás, sino de hacérselos ver, ayudándole a que pueda avanzar mediante nuestro incondicional apoyo tolerante. Hemos de cambiar actitudes, lo que requiere una educación en valores, y no solo en contenidos, para toda la humanidad. Que nadie quede excluido. En tiempos revueltos, de incertidumbre, los hay que intentan explotar el miedo y los temores, en lugar de pensar que son más las analogías que nos unen, y que tenemos que ser solidarios, recordando que la activa compasión comienza con cada uno de nosotros cada día, justo en el momento de relacionarnos con los demás. Al menos como decía, el profesor de física y científico alemán, Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799): “concede a tu espíritu el hábito de la duda, y a tu corazón, el de la tolerancia”. Y aunque no nos guste ser tolerantes, pensemos que nos une el mismo lenguaje, el del amor que nos empuja a tener, cuando menos el mismo respeto que pedimos por nosotros.
Pienso, por tanto, que debemos seguir siendo fieles a los ideales trazados y que constituyen la esencia viva de la Carta de las Naciones Unidas y de la Declaración de Derechos Humanos; y, entre estos valores, está el de ser tolerantes, lo que establece una necesidad concluyente en un mundo tan interconectado como en el que vivimos. Por otra parte, los diversos sistemas educativos han de formarnos en el valor para acercamos más los unos a los otros, sin complejos, para entender las diferencias, no como distanciamiento, sino como una invitación al intercambio de ideas. El estar preparados para disculpar las carencias de los demás, aunque muchas veces el daño comience en nuestra egoísta visión, es parte de la solución a los desafíos de la época. Sin duda, este ejercicio formativo ha de servirnos para tomar una mayor conciencia y un mayor respeto hacia los derechos humanos universales y las libertades fundamentales. Uno no es tolerante porque sí, lo es porque ha sido enseñado para ello, se le ha inculcado haciéndole participe que una humanidad fraternizada implica vivir y trabajar como una familia, sobre la base de la reconciliación, en beneficio de la enorme riqueza que representa la variedad cultural.
Y bajo esta multiplicidad de latidos, todos ellos diferentes pero confluentes, hemos de contribuir, cada uno con su aporte, a que el mundo sea un lugar apto para el conjunto de la especie humana. Nos lo merecemos. De qué nos sirve poder viajar, ir de aquí para allá, si aún no contamos con un planeta de moradores que nos comprendan. Actívese en el alma la razón de ser ciudadano del mundo, que no es otra que la cultura del encuentro, la única capaz de construir un orbe más humano, en el cual no nos importe si la persona es blanca o negra, judía o musulmana. Naturalmente, un espíritu tolerante jamás vive en la indiferencia y no conoce la apatía a la hora de aceptar a los demás. La tolerancia no significa indiferencia ni aceptación desganada hacia el semejante, es una actitud ante la vida basada en la comprensión mutua y en el respeto al prójimo, para que se sienta próximo siempre, con la certeza de que la diversidad mundial hay que aceptarla y jamás temerla. Entiendo, en consecuencia, que cualquier acción puede ser tolerada, siempre y cuando la razón sea libre para poder cesarla. Quien no tolera la intolerancia tampoco es tolerante. Pongámonos, pues, todos con espíritu de alianza familiar, para que al fin, se familiarice la especie sin grilletes ni muros.