Coincidiendo con estas fechas de evocación a nuestros predecesores y de visita a los cementerios, solemnidad de todos los santos y conmemoración de los fieles difuntos, se me ocurre reflexionar sobre la realidad de la muerte, desde una perspectiva puramente literaria; puesto que la misma eternidad engrandece a la literatura como viaje a la existencia. Bajo esta visión digerida y dirigida de lo literario, todas las generaciones han profundizado en el tránsito.

El mismo poeta y prosista español, Antonio Machado, nos ha legado el más profundo de los pensamientos: “La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos”.

Ciertamente, los seres humanos desde siempre se han ocupado y preocupado de su muerte y de sus muertos, unas veces con cierto temor, otras veces con esperanza. En cierto modo, necesitamos recordar experiencias de vida, sentirnos cercanos unos de los otros más allá de la ausencia o del olvido. Hay un estrecho vínculo entre todos, entre los que caminan y entre los que sueñan, entre los que peregrinan y entre los que duermen, entre los que se aman y entre los que se dejan recordar.

Las tumbas son casi un espejo de lo que fueron, del mundo vivido, hasta poder descubrir cómo vivieron, qué amaron y qué les conmovía. Efectivamente, tras esa muerte hay una vida vivida que vale la pena cuando menos meditarla. Contrariamente a lo que se pregona en nuestra sociedad actual, que intenta quitar de nuestra mente el poético pensamiento del trance, de la expiración, a pesar de ser un tema que nos concierne a todos los seres humanos. Recorrer nuestros cementerios, leer sus inscripciones, abrazarse a sus soledades, compartir el silencio, cuando menos es un camino que invita a explorarnos por dentro. A veces, nuestras habitaciones interiores precisan sentirnos acompañados por personas que un día fueron en nosotros hasta nuestra propia vida. Como decía el novelista y político francés, André Malraux, quizás “la muerte sólo tenga importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida”. Sea como fuere, una gran parte de la humanidad nunca se ha resignado a creer que más allá de la agonía no existe simplemente nada. Tal vez tengamos miedo, porque tenemos recelo a ese vacío, a ese partir hacia lo desconocido. Al fin, uno piensa que todo tiene su tiempo y su morada. Y que ahora soy nada, pero mañana puedo ser algo. A lo mejor con ser un verso más del aire, hallo el consuelo que no encuentro en el planeta.

Naturalmente, precisamos sentirnos eternos y acompañados, confiar en alguien o en algo. Para los creyentes es el mismo Cristo quien nos sostiene a través de la cruz que él mismo padeció. Para los que no lo sean, también se tienen que sentir confiados en algo, como puede ser en un cambio de cometido, o en un vuelo hacia otra dimensión. Al respecto, decía otro escritor francés, François Mauric, que “la muerte no nos roba los seres amados; al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo”. Es verdad, la propia vida sí que en ocasiones nos los roba y, además, definitivamente. O tampoco, porque el ser humano surge de la tierra y a la tierra vuelve. Esta es la realidad más evidente que no debemos olvidar jamás, al igual que no podemos dejar de lado a las numerosas víctimas de toda clase de crímenes y de toda forma de violencia. Y aunque, “cuando la muerte es, nosotros ya no somos” – como dijo Machado-, también tiene bien poco sentido la pena capital, a la que habría que abolir de la faz de la tierra, puesto que es otro atentado más, una especie de crimen legal contra la dignidad humana y el derecho a la vida. Tantas cosas podríamos mejorar si pensáramos más en la hora suprema. Seguro que tomaría más consistencia si aún cabe, el deseo de inmortalidad que habita en nuestros corazones.