La tía se había divorciado hacía poco. Linda, joven y graciosa como era, de inmediato empezó a recibir visitas de acaudalados pretendientes, pobres enamorados y amigos entrañables. En la pequeñita y pacata ciudad costera esto no cayó bien. Hasta la propia familia se puso en pie de guerra, en especial sus hermanas mayores, tan religiosas y santurronas.

Un día, aprovechando que la familia tomaba el fresco en la terraza de la vieja casona que miraba al río, la primera de sus hermanas empezó su discurso moralista, arremetiendo contra la enamoradiza tía. Ella con sus traviesos ojos de joven madre, la miraba con atención. Luego siguió la segunda con una retahíla de consejos y hasta la menor tomó la palabra para juzgarla por su coquetería.

La tía sonrió y mientras se servía un vaso de limonada fría, se quitó los zapatos y los puso delante de su hermana mayor, pruébatelos, le pidió. Ridículo, si yo tengo una patota, contestó la hermana. En efecto, los zapatos apenas si le entraron, le ajustaban por todo lado. Bebiendo a sorbitos pequeños la limonada, pidió lo mismo a la segunda hermana y a la pequeña. El zapato derecho por poco le calzó bien a una de ellas, pero el izquierdo le apretaba el callo. Finalmente a la tercera los zapatos le nadaban, muerta de risa intentó caminar con sus piececitos metidos en los enormes zapatos y por poco se va de bruces. Luego de este ejercicio, la tía se puso sus zapatos y empezó a bailar tap tap, con toda su gracia.

Sus hermanas la veían desconcertadas, ahora sí estás desquiciada, le dijeron, pero ella les mostró su ancha sonrisa y se sentó junto a ellas. ¿Saben por qué no les alcanzan mis zapatos? ¡Porque son míos! A mí me resultan muy cómodos, mis pies entran en ellos con facilidad, no me aprietan los callos y tampoco me quedan enormes, porque al igual que mi vida y mis decisiones, estos zapatos me calzan a mí.

La familia entendió que así debe ser, que es importante que cada quien baile con sus zapatos y cada quien viva su vida. A partir de ahí, la respetaron y la apoyaron en sus decisiones. Varios años después la tía se casó con un hombre maravilloso, con él vivió hasta la muerte de él y ahora, llena de nietos y bisnietos, aún mantiene su belleza y sobre todo su sabiduría e inteligencia.

Distinto fuera el mundo si el respeto fuera la norma y no la excepción. Ojalá pudiéramos ir por el mundo calzándonos los zapatos de los pobres, de los torturados, de las Madres y Abuelas de mayo que perdieron sus hijos en manos de dictaduras crueles; ojalá los políticos autoritarios pudieran calzarse los zapatos del ciudadano común, del trabajador honesto; y, los prepotentes, los zapatos de aquella gente a la que le dicen groserías e insultan de manera desproporcionada, sin reparar en sus sentimientos.

Las atroces imágenes de los ataques palestino-israelíes deberían dejarnos una lección y hacernos comprender hasta dónde puede llegar la brutalidad del ser humano si no somos tolerantes y aprendemos a ponernos en los zapatos de los otros.