La noche del 18 de febrero de 1938, el poeta y escritor argentino Leopoldo Lugones se suicidó bebiendo una dosis letal de cianuro mezclada con whisky, en una habitación de la posada El Tropezón, un típico lugar de descanso construido en una isla del río Paraná. A la mañana siguiente, sobre una mesa de la modesta habitación en la que fue hallado su cuerpo sin vida, se encontró un mensaje de su puño y letra: “Basta. Pido que me sepulten en la tierra, sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohibo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos”.

Y aunque las razones que lo orillaron a matarse no han sido aclaradas de forma definitiva, se ha supuesto que la intensa depresión que atormentaba al autor de los versos de impulso vanguardista del Lunario sentimental (1909) —casado con Juana González desde 1896, y autoproclamado “el marido más fiel de Buenos Aires”—, tuvo su origen en una malograda relación sentimental con Emilia Cadelago, una joven alumna de la Facultad de Filosofía y Letras a la que conoció a los cincuenta años, y de quien fue separado a la fuerza por la voluntad de su hijo –al que él mismo llamó “el esbirro”–, Leopoldo Polo Lugones, un comisario a cargo del orden político de Buenos Aires señalado como el infausto personaje que implementó la picana eléctrica en los interrogatorios policíacos. Padre, a su vez, de la narradora y periodista Susana Pirí Lugones —quien se presentaba a sí misma como “la nieta del poeta, y la hija del torturador—, secuestrada y desaparecida en la década de los setenta, durante la última dictadura cívico-militar que padeció Argentina.

ESCRUTINIO INCESANTE

“Hombre de convicciones y de pasiones elementales”, como lo describió Borges en el prólogo del ensayo histórico El imperio jesuítico (1904), Lugones había nacido el 13 de junio de 1874, en Villa de María del Río Seco, una localidad al norte de la provincia de Córdoba, en donde años después haría sus primeras incursiones periodísticas y literarias. En 1896 se instaló en Buenos Aires, y al año siguiente publicó Las montañas del oro, su primer libro de poemas.

Guiado a lo largo de su vida por una suerte de escrutinio incesante que lo arrastró entre las antípodas del apasionamiento y el desencanto, sus posturas políticas mudaron de una primera etapa socialista
—en la que junto al escritor José Ingenieros dirigió el periódico La Montaña—, a la que siguió un periodo en el que se identificó como liberal, para terminar saludando con entusiasmo el advenimiento del fascismo, y anunciando con las intempestivas palabras del Discurso de Ayacucho, pronunciado en 1924, el horror que más tarde impondrían una serie de golpes de Estado en Argentina: “Ha sonado otra vez, para el bien del mundo, la hora de la espada”.

“Es un fanático, es decir, un convencido de entusiasmos y de ensueños”, escribió el poeta Rubén Darío en un artículo publicado en el periódico porteño El Tiempo, sobre el autor de una nutrida obra que se ramifica en diversos géneros, y entre la que destacan: el poemario de tintes simbolistas Los crepúsculos del jardín (1905); el homenaje biográfico Historia de Sarmiento (1911); el ensayo El payador (1916), basado en una serie de conferencias que catapultaron al poema épico Martín Fierro, de José Hernández, a la condición de catalizador de la identidad cultural argentina, con la figura del gaucho como arquetipo de integración nacionalista; y El ángel de la sombra (1926), una novela concebida bajo el signo del decadentismo.

UNA DESOLACIÓN EVIDENTE

“Si tuviéramos que cifrar en un nombre todo el proceso de la literatura argentina (y nada nos obliga, por cierto, a tan extravagante reducción) ese nombre sería indiscutiblemente Lugones. En su obra están nuestros ayeres, y el hoy y, tal vez, el mañana. El reverso fue su tendencia a encarar el ejercicio de la literatura como juego verbal, como un juego con todas las palabras del diccionario”, decretó Borges al prologar el cuento La estatua de sal. Y luego de enunciar el carácter positivo del quehacer literario de Lugones, y su influencia en la obra de sus predecesores, el autor de El Aleph señala: “Nadie puede disimular la felicidad; en Lugones, pese a su orgullo y su reserva, la desolación era evidente (…) Guardo la imagen de un hombre solitario y soberbio, que tendía a negar lo que le decían y buscaba razones ingeniosas para justificar sus negaciones”.

Director de la Biblioteca Nacional del Maestro entre 1915 y 1938, Premio Nacional de Literatura en 1924, anticlericalista de antorchas encendidas gran parte de su vida, Lugones volvió al redil del catolicismo en 1934, y cuando lo acusó un rival político de hablar mal de la burocracia al mismo tiempo que cobraba un presupuesto anual de muchos pesos, el autor de los volúmenes de cuentos La guerra gaucha (1905), Las fuerzas extrañas (1906) y Cuentos fatales (1924) respondió en el diario La Nación: “Eso es pues lo que el Estado me paga por mi trabajo, no por la cautividad de mi pensamiento y de mi conciencia, que nunca serán valores cotizables”.